El Evangelio es un mensaje de redención universal, pero su doctrina sobre el cosmos la toma prestada del Antiguo Testamento. El funcionamiento de las criaturas depende del propio Creador, porque «es Dios quien, más allá de vuestra buena disposición, realiza en vosotros el querer y el actuar» (Fil 2,13); de esta forma, lo que hace el hombre, lo hace a partir de lo preexistente en Dios[1]. Los primeros escritores cristianos, con estos mimbres, no podían elaborar una ciencia de la Naturaleza a partir de esta devaluación de las cosas secundarias.

Cuando, al comienzo del siglo XII, aparece un renacimiento de los estudios sobre la Naturaleza, partiendo de un contacto más estrecho con la Creación, los teólogos sienten esta deficiencia. Podemos decir que el descubrimiento de la Naturaleza es la nueva actitud de los hombres de este siglo[2], muchos de los cuales se concentraron en la Escuela de Chartres, donde los monjes estudiaban tanto las ciencias naturales como la teología. Fue allí donde se intentó conciliar el relato de la Creación en seis días con la inmediatez, que parece ser una de las leyes de la Naturaleza: a Dios le corresponde la actividad del Creador, el don del ser, mientras que el trabajo de la Naturaleza consiste en completar la tarea de la Creación, porque en las cosas secundarias persiste algo del poder divino.

El primer relato de la Creación empezó a fijar las miradas de los teólogos de la época, no por sus características literarias, ni por la magnificencia del poder divino que describe y desborda el texto, sino por su relación con las cosas que veían. En este siglo, se fijan en lo que les rodea, más que en siglos anteriores, y pretenden comprender el significado de esas cosas y de esos seres tan sugerentes. Y, en este contexto de cambio de mirada, surge la necesidad de comprender el mundo desde la Sagrada Escritura; y es este relato motivo de trabajo por parte de muchos de nuestros teólogos medievales.

Guillermo de Conques vincula la doctrina agustiniana de las razones secundarias con la persistencia de su significado histórico. Este chartriano toma la teoría del obispo de Hipona para conciliar sus propias ideas con la creación simultánea de todos los seres vivos planteada por Agustín; sin embargo, pone su definición de la Naturaleza como requisito previo para una visión científica del mundo. La Naturaleza ya no es una epifanía divina, sino una fuerza que preside el devenir de las cosas y, por eso, adquiere un valor autónomo. Su compañero Teodorico va más allá, al afirmar que el Creador se limita a extraer de la nada los cuatro elementos y el resto del ordenamiento cósmico depende de sí mismo. Con esta concepción estamos fuera de los límites bíblicos y tenemos que buscar las fuentes de estas hipótesis en autores no cristianos como Platón, Cicerón, Virgilio o Macrobio.

Ciertamente, estas teorías dejaban la finalización del trabajo creador a las causas secundarias y parecen disminuir el poder infinito de Dios y, por eso, fueron consideradas como heréticas y acusadas de maniqueísmo. Entre los opositores a estas teorías, el más conocido es Guillermo de San Teodorico que, en su carta a san Bernardo, acusa a Guillermo de Conques de sabelianismo, después de presentarlo como materialista, porque había reducido a Dios a un mero accesorio. Atribuir habilidades creativas a la Naturaleza equivale a hacer inmanente la acción divina y, por eso, sus tesis fueron condenadas.

Es evidente que esta manera de pensar en un lugar tan cercano a Saint-Denis tuvo que influir en el renacimiento de una nueva arquitectura que buscaba meter a Dios dentro del templo, hacer que los presentes conectaran directamente con la Naturaleza y con las cosas creadas, como una introducción a lo que se realizaba en el interior del espacio celebrativo. No podemos demostrar este influjo, pero resultan elocuentes las consecuencias.


[1] T. Gregory, “L’idea della natura nella Scuela di Chartres”, Giornale critico della filosofia italiana, 31 (1952), 433-442.

[2] M. D. Chenu, “Naturalisme et théologie au XII siècle”, Recherche de science religieuse, 37 (1950), 5-21.