INCIENSO. ORACIÓN QUE SUBE AL CIELO

El incienso es una resina que se obtiene por incisión del tronco de la boswellia carterii, una planta que se encuentra en Somalia, Arabia y la India. En el Antiguo Testamento forma parte de la composición del perfume sagrado (Éx 20,34) que simboliza la ofrenda y la alabanza a Dios. El humo del incienso que se eleva designa la oración dirigida a la divinidad (Sab 18,21; Sal 141,2; Ap 8,2-5.5,8); quemar incienso significa adorar a Dios (I Re 22,44). Una importante matización: solo puede haber un culto, el del verdadero Dios. Eso determina que con el incienso se designa el culto perfecto, el sacrificio incruento que todos los pueblos rendirán a Dios en el tiempo escatológico (Mal 1,11; Is 60,6; cf. Mt 2,11). Este culto perfecto es el realizado por Cristo, que se ofrece a Dios “como ofrenda y sacrificio de suave olor” (Ef 5,2). A imitación de Cristo, sus seguidores tenemos que hacer del amor la norma de nuestra vida (cf. Ef 5,2) para que esta sea “ofrenda de suave olor y sacrificio que Dios acepta con agrado” (Fil 4,18).

Hay un texto clave para entender la utilización del incienso en las procesiones como símbolo de la oración que es agradable a Dios: Ap 8,1-5. El Apocalipsis entra de lleno, por su concepción de la historia y su forma literaria, en el cuadro de la literatura apocalíptica. Apocalíptica significa impaciencia escatológica, amplitud y fantasía de la historia, horizonte cósmico e historia universal, pseudonimia, simbolismo de los números y lenguaje esotérico, doctrina de los ángeles y esperanza del más allá. El libro se presenta como una síntesis nueva entre apocalíptica y profecía. Podemos decir que se trata de “una carta grande”. Se nos presenta como un escrito enviado a las iglesias y destinado a ser leído, escuchado e interpretado en la asamblea litúrgica. La abundancia y frecuencia de indicios litúrgicos que encontramos en sus páginas confirman esta intención del autor. El Apocalipsis llega a ser plenamente profecía en el mismo centro vivo de la asamblea litúrgica. En el texto que nos ocupa, el eje de la escena está ocupado por el gran salón o templo del cielo, donde el altar de sangre de los asesinados (Ap 6,9) se ha transformado en el altar de incienso de los orantes. Ante este altar, se sitúa el ángel que maneja el incensario que se disputaban las familias sacerdotales hebreas (cf. Nm 16-17) y que lleva las plegarias de los santos hasta Dios. Los ángeles proclaman la grandeza de Dios, pero no intervienen en la historia; solo la oración de dolor de los humanos pone en marcha el drama salvador de Jesucristo. Dios se muestra amigo de los hombres porque recibe su dolor a través de la oración que sube como el incienso. “El hombre que no ora no es solo un hombre infiel a su deber; es, antes que nada, un hombre mutilado. Para orar no es necesario sumar nada; para no orar hace falta restar algo, amputar, reprimirse. Para no orar es menester volver la cabeza, apartar la mirada a nuestra naturaleza a nuestra insatisfacción y a nuestra soledad. No orar es carecer de un tercer ojo”[1].


[1] J.M. CABODEVILLA, citado por R. DE ANDRÉS, Diccionario existencial cristiano, Estella, 2004, Ed. Verbo Divino, p. 336.