Identidad Profesorado

Antes o después, todo educador, maestro o profesor se ha de enfrentar a una pregunta decisiva. Se trata de una pregunta radical, una pregunta que puede posponer pero no eludir. Antes o después, quizás en momentos de cansancio o de tensión fuerte (porque la tarea docente es, al decir de la psicología, de las más estresantes), se terminará formulando la pregunta por el sentido de lo que hace al enseñar. Pero es esta una pregunta que si no se hace, la respuesta parece obvia. Pero si el docente tiene la valentía de formulársela y la calma para pensarla, la respuesta deja de estar clara o, quizás, llega por donde uno mismo no se lo espera. La cuestión es: “Realmente, ¿qué es lo que hago en mi trabajo como profesor? ¿Cuál es el sentido de lo que hago? ¿Para qué o para quién estoy ‘quemando’ mi vida?”

Las respuestas posibles son múltiples. Y conviene ser muy sincero al contestarlas, porque quizás uno descubra que lo que hace no es lo que quisiera hacer, o que hacer las cosas como las hace es lo que explica que esté tan ‘cansado de la enseñanza’, tan ‘de vuelta’ o tan ‘quemado’. La cuestión es aun más grave, porque quizás descubra que, simplemente, esta no es su vocación o su papel en la vida. Y entonces tendría que, honestamente, pensar en un cambio de trabajo y de orientación. Para algunos me consta que ha sido un auténtico alivio (psicológico… ¡y económico!)

Pero quizás en la búsqueda de una respuesta sincera a esta pregunta descubra o redescubra algo que ya intuía, algo maravilloso: que la actividad docente es algo con lo que tiene que ver su propia vida y que en vivir bien la tarea educativa se juega mucho más de lo que sospechaba: el crecimiento de unas personas a su cargo y su propia plenitud personal. Cuando se descubre esto, cuando esta verdad honda sale a la luz, todo parece cambiar de perspectiva.

Volvemos a la cuestión: “¿Cuál es el motivo profundo por el cual hacemos lo que hacemos?”.
¿Ganarnos la vida? Si esta fuese la única o principal ocupación tendríamos un docente que reduce su misión a su función.
¿Guardar niños o jóvenes? Si es así, tendríamos una docencia puramente lúdica.
¿Promocionar el éxito académico de los mejores alumnos y procurar para todos que entren con ventaja en el mercado laboral tan competitivo? En este caso, tendríamos una docencia pragmática y productivista, mercantilista y cosificante.
¿Trasvasar datos a la siguiente generación? Si así fuere, estaríamos ante una docencia bancaria y meramente cognitiva.
¿El empleo de buenas técnicas pedagógicas para explicar el programa? Si fuese así, la educación sería un proceso
técnico. Sin embargo, lo que le conviene a las personas, por ser personas, no son técnicas, pues la techné es lo que se
aplica a las cosas para producirlas o para arreglarlas y la persona es justo lo que no es cosa.
¿Qué es, entonces, lo que es adecuado a la actividad docente?

La educación como tarea antropológica
Afirmaba santa Edith Stein que “educar quiere decir llevar a otras personas a que lleguen a ser lo que deben ser”

· Por tanto, la tarea educativa es, ante todo, una tarea antropológica, una tarea de promoción de personas, lo que significa que “no será posible educar sin saber antes qué es el hombre y cómo es, hacia dónde se le debe conducir y cuáles son los principales caminos para ello”
. Si esto es así, todo educador ha de contar con algún modelo ideal de persona, con alguna idea de lo que es el ser humano. ¿Cuál sería un modelo adecuado de ser humano? Aquel que atendiese a todas sus dimensiones, físicas, psíquicas y espirituales, de modo integrado y dinámico (esto es, orientado a su plenitud desde un sentido de vida).
Bajo esta perspectiva en la que nos situamos, podemos definir educar como cooperar a que la persona lleve a plenitud todas sus dimensiones: espiritual, intelectual, afectiva, volitiva, corporal, comunitaria logrando así:

• El crecimiento integral de la persona del alumno
• El crecimiento integral de la persona del docente en tanto que llamado a educar
• La instauración de una sociedad y una cultura mejor y más justa.

Educar a la persona
La misión del educador será la de acompañar al alumno para que descubra (en el trato con el profesor), sobre todo, su dignidad, su valor incondicional. Y, luego, a que ponga en acción todas sus capacidades y potencialidades, experimentando que ha de se  el protagonista de su vida. Además, educar implica provocar que niño y joven vayan descubriendo que su vida tiene un sentido, que existen valores que orientan su vida, que su vida merece mucho la pena y que la tarea de realizarla es apasionante. También es tarea educativa mostrarle cómo ese camino ha de recorrerlo con otros, abierto a la relación con otros. Educar es, así, acompañar a la persona hacia su plenitud. Y esta es tarea alegre y personalizante como pocas.
Para realizar su vida en plenitud, el niño y el joven han de encontrar un horizonte hacia el que orientar su crecimiento. Lo que desea todo niño y todo joven, más allá del placer, la riqueza, el poder, es un sentido desde el que poder caminar hacia su plenitud. Y es que la persona está llamada y orientada a algo más allá de sí misma, está orientada a algo que la trasciende. No es ella misma su sentido: tiene que realizar su vida, llevarla a plenitud, pero desde un sentido para su existencia en el mundo. Por eso, el acompañamiento en el descubrimiento y discernimiento este para qué será clave en todo proceso realmente educativo. Educar es proponer y acompañar este sentido.

El encuentro con el alumno: clave de su crecimiento
Entre todas las personas con las que el niño y el joven tejen su tapiz, los profesores tienen la oportunidad de aportarles hilos fundamentales: el hilo de un modelo de persona, el hilo de los conocimientos, el hilo del apoyo y estímulo, el hilo de la valoración de su individualidad, el hilo del diálogo… La plenitud del alumno depende en parte de estos encuentros con los profesores. En la medida en que el profesor sea cercano, empático, en la medida en que se acerque y se encuentre con los alumnos, en la medida en que viva con alegría, en esa misma medida será capaz de proporcionarles hilos fundamentales para su vida. Educar es, sobre todo, un acontecimiento de encuentro. Es acontecimiento y no hecho, porque los hechos, mera facticidad, son algo ‘que ocurre’, mientras que los acontecimientos son aquello que ‘le ocurre’ a una persona, es decir, que tiene para ella una relevancia axiológica y biográfica.
El acontecimiento central de la educación es el encuentro entre profesor y alumno , el acontecimiento en que se descubren mutuamente presentes de modo significativo, acogiéndose en la diferencia y estableciendo una comunicación fecundante.
Por tanto, para transmitir mera información no hace falta la presencia. Pero para formar y educar, sí. El educador, en el encuentro, hace la propuesta de un ideal, de un orden de valores. No queremos sólo profesores que lleven la luz a los alumnos, sino que sean luz para ellos, para que, como en la conocida narración budista, el alumno quiera ir al profesor no por lo que dice sino ‘para ver como se ata las sandalias’. ¿No es esta tarea alegre y entusiasmante? Y si se vive con alegría y entusiasmo, ¿no es una actividad profundamente personalizante?
La vocación del profesor Pero en el acontecimiento educativo, no crece sólo el alumno. El profesor mismo encuentra en este acontecimiento la realización personal, la realización de su llamada. Es más: si este encuentro no le sirve como respuesta a su humanidad, también sedienta de plenitud y sentido, tampoco valdrá para los alumnos. Al revés, cuando el profesor encuentra que en este acontecimiento él mismo crece, realiza una actividad llena de sentido, en la que pone en juego lo mejor de sí (aunque con cansancio y problemas) y va dejando huella con su presencia, ‘va entregando sus hilos’ a los niños y jóvenes, entonces esta actividad se le hace plena de sentido.
Cuando el profesor descubre o redescubre que está llamado a acompañar personas jóvenes, para educarlas, potenciarlas, apoyarlas y formarlas, el profesor descubre su propio camino. Entonces, descubre que su llamada consiste en ser enviado, curso tras curso, a unas personas concretas, de modo que ya no puede vivir su trabajo como mera función o tarea, sino como misión. ¡Esto cambia las cosas! Descubre que su vocación como persona es dar su vida por otros, día a día, en el aula, a favor del crecimiento de otras personas, sabiendo que sembrará, cuidará y no siempre le tocará ver frutos. Pero siempre esperando que su tarea es fecunda en lo profundo, y que es de las actividades que más merece la pena.

Quien reconoce su llamada docente, descubre que es enviado unos alumnos concretos cada año, rostros concretos que le reclaman su tiempo y atención, consistiendo en esta tarea callada pero fecunda su misión. Es esta una que transfigura lo cotidiano, que catapulta al profesor a una vida imprevista, a una abundancia interior nunca vista, aunque presentida. Ante esta misión que se recibe se puede eludir, actuando con mínimos o decir ‘fiat’.

Al acompañar y servir al alumno también el propio profesor crece. Y, por otro lado, el crecer como persona es esencial al docente, pues la mejor pedagogía es el propio maestro. La mayor riqueza que puede recibir el alumno es la propia persona del maestro. La calidad de la enseñanza no depende de la cantidad de ordenadores por alumno o de los medios técnicos a su alcance, sino de los quilates personales del profesor. Creciendo como persona, será mejor maestro. Pero, además, es que la llamada a ser docente es una llamada a hacerse don, a entregarse personalmente al alumno. De lo contrario, será informador, funcionario, instructor o domador, pero nunca magister.
Vivir, en fin, la docencia como vocación en la que realizo mi plenitud es una experiencia fuente de alegría y entusiasmo.
¿Y si el profesor del que hablamos es cristiano?
Aunque lo dicho hasta el momento encaja plenamente con la cosmovisión cristiana, es válido para todo profesor. Pero si se trata de un profesor cristiano, es necesario añadir unas consideraciones clave. Ante todo, hay que aclarar que hablar de ‘profesor cristiano’ supone identificar una de las formas específicas de vivir la vocación cristiana, de un determinado carisma. No se trata simplemente de que un bautizado imparta clases como modus vivendi, ni consiste en que un profesional de la enseñanza, en su vida personal privada, sea creyente. Se trata de un cristiano para quien el Evangelio constituye el eje de su actividad docente. Se trata de un cristiano que ha descubierto que su modo de ser cristiano, pasa por encarnar su fe en su acción docente. De esta manera, la docencia, más allá de ser una actividad y un desempeño laboral, se redimensionan al percibirse como una vocación y un carisma eclesial. Y es así en la medida en que se trata de una misión eclesial orientada y enraizada en el mundo, un modo concreto de instaurar el Reino de Dios en el mundo. Por ello, su docencia la quiere vivir explícitamente desde el Evangelio y como camino de santidad.

De esta manera, el docente está llamado no sólo a educar integralmente sino a ser testigo vivo del Evangelio ante sus alumnos. Pero, por ser testigo, necesita tener sus raíces en Cristo, hacer experiencia de Cristo él mismo. Por eso necesita el encuentro con Cristo en la oración, en la Eucaristía, en la comunidad y, también, en los propios alumnos. Si no hace esta experiencia personalmente, vivirá desde tradiciones cristianas o será capaz de repetir discursos en clave cristiana, pero esto ni entusiasmará su vida ni permitirá iluminar a otros.
La perspectiva del profesor cristiano es vertiginosa y apasionante a partir del momento en que va descubriendo que su identidad responde a una llamada, a un camino que es querido por el mismo Dios. Por eso ha de escuchar a Dios:
quien no quiere escuchar primero a Dios, nada tendrá que decir al mundo. Se afanará en sus programaciones, se agobiará en las evaluaciones, corregirá mil y un ejercicios, pero no será transmisor de Vida, no será compañía que haga más pleno a otros, no será evangelizador. No construirá el Reino de Cristo, sino su reino particular.
Por todo ello, no basta con que el profesor cristiano cuente con un currículum académico nivel. Hace falta, sobre todo, que haya descubierto su vocación docente como modo de vivir su vida cristiana, su relación con Cristo. Sólo así su tarea docente será, en el mismo acto, educativa y evangelizadora. Y, si está en un centro educativo que es cristiano, tratará de vivir comunitariamente esta identidad con los demás. Si en un centro cristiano sólo ‘tira del carro’ en clave cristiana la dirección y los responsables de pastoral, más de de ‘inspiración’ cristiana tendremos un centro de ‘expiración’ cristiana, y perderá su sentido de ser.

Al profesor cristiano le resultará irrenunciable ser testigo de que lo vive, el anuncio explícito del sentido que ilumina su propia vida y ser signo de sanación y salvación para sus propios alumnos. La clave de su estilo docente será el propio Evangelio y su educación será, además, evangelización. Y esto, no evita problemas ni dificultades, pero es fuente de alegría y entusiasmo.

Xosé Manuel Domínguez Prieto

Bibliografía:
Domínguez Prieto, X.M: El profesor cristiano: identidad y misión. PPC, Madrid, 2013.