Vuelvo a septiembre cerrando ciclo y enfrentándome de nuevo a una mudanza. Mudarse, cambiar, peregrinar… es algo propio del ser humano, aunque a veces lo miremos con incomodidad y distancia porque nos gusta la seguridad y asentarnos en los sitios. El cambio se produce debido que comienzo una etapa nueva en mi trabajo pastoral. Me cambio del centro al sur. De Chamberí a Vallecas. Me decía un amigo hace poco que el arte y la cultura no están en el centro sino en las periferias. El Evangelio siempre ha estado en ese lugar. Desde ahí se entiende el mensaje de Jesús y ese es el contexto hermenéutico desde el que asomarse. En los márgenes, en lo pequeño, está Dios, ahí se manifiesta de manera singular y esencial. 

Nos da miedo abandonar el centro porque tenemos la idea de que es donde se cuece todo. Y quizá no caigamos en la cuenta de que los centros, en nuestras sociedades, se han convertido en escaparates de franquicias, propuestas repetidas y escenarios turísticos. Pasan cosas, sí, pero no las más interesantes. Estos días enciendo la tele a la hora de cenar y me he alegrado de encontrarme con un programa como La revuelta de David Broncano. Desde el centro hace televisión para la periferia o para la “minoría” que está cansada de otras propuestas que se repiten y hastían. El programa llegó a la parrilla cargado de polémica por el presupuesto, por la decisión y por esta polarización política que ocupa todo lugar.  En un escenario complejo y difícil, con todo en contra, David ha podido con Goliat. Y lo ha hecho sin aspavientos, recurriendo a la comedia, la cultura y los márgenes. A veces otras cosas son posibles, pequeños oasis que abren nuevos horizontes en la vida. 

Quizás nos falte a nosotros también una revuelta, personal y comunitariamente. Cuando digo nosotros, digo la Iglesia. Que desde la esencia del Evangelio podamos ir creando un espacio nuevo y distinto que sirva de alternativa a viejos odres. Que podamos ofrecer con naturalidad y con “total claridad”, como lo hace Jesús, el núcleo de nuestra fe. Y hacerlo sin aspavientos, sin polarización, sin politización, sin convertir la frescura en bochorno. Me uno a todos los que piensan que esto es posible. Y a los que, desde los pequeños rincones, desde las esquinas de la vida, siguen proponiendo como apuesta el centro, que a la vez es periferia para muchos. 

Mudar costumbres, muerte. Ya lo dice un refrán y lo recoge santa Teresa de Jesús en una de sus obras. Cuesta mudarnos, cambiar. Personalmente hace ahora un año comencé un camino nuevo en mi vida, un camino que se me presentaba como precipicio y que se me reveló como gracia. En él sigo, torpemente, intentando descubrir cada mañana el sentido de su voluntad. En muchas ocasiones, nos resistimos a vernos en otros escenarios, nos cerramos a mirar otros horizontes, nos quedamos en donde estamos porque dónde mejor que donde hemos estado siempre. Y no es que haya que cambiar por cambiar, pero cuando vemos que la complejidad nos lleva a atrincherarnos, obviando la vida, debería encenderse la lucecita roja. Y ahí no queda más remedio que tomar una decisión, o ponerse de perfil o dar un paso al frente.

Los discípulos de Jesús no eran conscientes de lo que la vida les iba a cambiar cuando Él los llamó. Aceptaron la llamada casi a ciegas y vivieron el camino con la incertidumbre de no entender, de no saber muy bien el camino que seguían, de no calibrar la profundidad y la exigencia de las palabras del maestro. Los evangelios dan fe de ello. Y, sin embargo, su confianza, su fe, sus dudas, apuntalan la fe que ahora compartimos. Ese salto al vacío es necesario porque activa la confianza y esa necesaria desprotección que necesitamos para que sea su voluntad y no la nuestra, la que guíe nuestro destino. Esa es la verdadera revuelta, la del corazón enamorado que busca insistentemente el centro que aglutine todas las periferias.  

Los verbos de la vida

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