Cuando llega el final de junio, una mezcla de emociones invade el corazón de los profesores. Por un lado, la satisfacción profunda de haber invertido amor, tiempo y entrega en tantas vidas. Por otro, la necesidad vital de desconectar, apagar motores y encender la vida en una frecuencia distinta.
La mochila del curso —repleta de luces y sombras— pesa. Pesa por los aprendizajes que hemos debido integrar para adaptarnos a nuevos estilos pedagógicos, por los intentos (algunos exitosos, otros no tanto), y por la memoria viva de tantos nombres y rostros: niños, adolescentes, jóvenes. Pesa por las conversaciones significativas, los ánimos ofrecidos, las horas de preparación, las correcciones interminables, los desvelos por quienes necesitaron un empujón más, la pasión volcada en cada SdA (Situación de Aprendizaje), las reuniones con familias, y la imprescindible coordinación con los compañeros del claustro.
Cuando se cierran las puertas del colegio, también se cierra, con alivio, el ordenador. Es entonces cuando se siente la urgente necesidad de descansar. De desconectar de las pantallas, los horarios, las programaciones y las evaluaciones. Necesitamos liberar la mente y sosegar el ritmo del corazón, para reencontrar ese equilibrio que a veces se desdibuja en la intensidad de la misión docente.
Sin embargo, tras unas semanas de merecido descanso, ocurre algo casi inevitable: la vocación empieza a susurrar. Con voz suave pero firme, nos invita a volver. No por deber, sino por deseo. Y así, de forma casi ritual, se enciende de nuevo el ordenador. Comienza entonces un proceso íntimo de limpieza y renovación: eliminar lo que ya no será útil, vaciar carpetas innecesarias, ordenar el material con valor futuro, conservar aquello que puede ser reciclado o mejorado. Incluso puede darse el gesto simbólico de «resetear» el sistema: dejarlo en blanco para ir incorporando solo lo esencial, lo realmente útil. Una auténtica puesta a punto apostando sólo por lo esencial y necesario.
Del mismo modo, el verano puede ser ese tiempo privilegiado para hacer lo mismo con nosotros mismos. Una invitación a resetear nuestra vida personal. Borrar lo que no suma, lo que nos resta energía o nos desequilibra; dejar atrás las emociones que nos frenan, las ideas que no construyen, los hábitos que nos agotan. Y recolocar, con cariño, todo lo que sí nos fortalece: las experiencias que nos hicieron crecer, las personas que nos inspiran, los proyectos que aún laten, los sueños que esperan ser cumplidos.
Resetear no es olvidar. Es volver al punto de partida con una mirada renovada, con el corazón de un niño: entusiasta, curioso, apasionado y lleno de sueños. Resetear la vida es regresar al colegio con el alma liviana, las fuerzas renovadas y la certeza de que Dios sigue contando contigo para cambiar el mundo desde lo pequeño, desde lo cotidiano, desde el aula.
Por eso, este verano, regálate tiempo. Viaja, desconecta, ríe hasta que te duela el alma, termina ese libro que siempre pospones y déjate conmover, siente la brisa del mar o el viento de la montaña, sumérgete en una piscina o en una conversación profunda. Abraza a tu gente, cuida de quienes te rodean. Porque al hacerlo, te estás cuidando a ti. Y solo cuando nos conectamos con lo esencial, es posible vaciar nuestras mochilas para volver a llenarlas de vida.
Porque un maestro lleno de vida es un maestro que regala vida. Cuando tu corazón late con entusiasmo, tus alumnos lo notan. Y la educación, más allá del conocimiento, se alimenta de personas auténticas, apasionadas, capaces de encender pequeñas chispas de luz en sus alumnos.
El verano no es solo un descanso. Es una oportunidad. Una llamada a resetear el alma. A volver con la ilusión de educar intacta.