No paran de salirme en estos días, cuando paso un rato con mi teléfono, reels de distintos colegios donde los profesores y profesoras se han metido a bailarines, haciendo una coreografía que, en la mayoría de las ocasiones, da un poquito de grima y que, en el fondo, no acabo de entender qué objeto tiene. Yo mismo he realizado algunos montajes de motivación al inicio de curso con el claustro que no iban más allá de la comunidad educativa a quienes se dirigía; sin embargo, el nivel de exposición que hacemos hoy es superlativo y visto desde fuera, parece un poco infantil.
En mi opinión, se nos ha ido de las manos la celebración de lo cotidiano, queriendo convertir cualquier momento o situación en nuestra vida, en algo extraordinario que podamos compartir en las redes. Ya ocurre con las celebraciones en general. Solo hace falta echar un vistazo a las que se hacen para anunciar el sexo del bebé, los cumpleaños, las comuniones, las puestas de largo, las graduaciones, las despedidas de soltero/a, las bodas o la luna de miel. Todo se ha convertido en un espectáculo, donde el objeto es sorprender –aunque tendríamos que preguntarnos a quién – y en donde la banca siempre acaba ganando. Pero la sociedad nos empuja a estas nuevas necesidades que acabamos comprando, pasando por el aro de lo que se lleva, de lo que está de moda o se hace viral.
Todo lo viral acaba convirtiéndose en cola. No dejo de verlo en la ciudad en la que vivo. Colas para todo, desde subir a un tranvía, ver una puesta de sol, comprar en una tienda o tomarte un helado. No nos importa esperar cuando se trata de conseguir algo que elegimos o que pensamos que es bueno, mientras que nos cuesta más esperar cuando utilizamos un servicio público o algo no funciona en la vida diaria. Nuestra vida, o una parte de esta, pasa a ser un espectáculo, un reality, un acontecimiento incomparable. Quizás la dinámica del subrayado, del brilli-brilli, del foco constantemente encendido, acabe arruinando la sorpresa, el asombro y el misterio que tienen todas las cosas.
La semana pasada asistía a un espectáculo en Madrid donde los cantantes que repasaban un popurrí de éxitos de ayer y hoy, se pasaban todo el rato invitándonos a dar palmas, a interaccionar, a que nos levantáramos de los asientos. Repitieron hasta el hastío cosas como “ahora comienza la magia”, “esta es tu noche” o “la mejor experiencia de tu vida”. La música y los efectos eran tales que no dejaban espacio a lo fundamental: las voces de los cantantes. Mi reloj me avisó en varias ocasiones que estaba en un entorno ruidoso y que si seguía allí durante media hora podría afectar a mi oído. Ellos y ellas miraban constante al público con la mejor de las sonrisas. Yo aguanté estoicamente hasta el final del espectáculo pero no esperé a los bises. Ese afán por el “más difícil todavía” acabó saturándome.
Tengo la sensación de que la sobreestimulación acaba abocándonos a una excitación insana, a convertirnos en parte de la llamada “generación ansiosa” que solemos aplicar a los adolescentes pero de la que bebemos todos. Una sociedad infantil que siempre está esperando que la sorprendan como si la vida fuera una caja de sorpresas infinita que se abriera a nuestro gusto. Esperando esto nos perdemos lo más importante de la vida, lo que ocurre en el día a día, en los rincones de la sombra, en los destellos del sol, en la vida que vuelve a abrirse de par en par cada mañana cuando nos ponemos en pie.
Pienso en el Evangelio como algo que se renueva cada vez que se proclama, y en la dificultad que tenemos en descubrir la novedad que nos propone. Quizás esa falta de espectáculo constante nos reste fieles. Pero, como la vida, la fe debe hundir sus raíces en la vida más cercana y profunda. Cuando nos alejamos de ahí y queremos convertir lo religioso en un espectáculo más, en una sorpresa continua, nos alejamos de la sencillez y la rotundidad del lenguaje. Ejemplos tenemos muchos. De antes y de ahora. Quizás sea tiempo de convertir lo cotidiano en Kairós, en oportunidad, o simplemente en parte del proceso del vivir, sin más subterfugios ni alharacas. Quizás sea el momento de mirar a lo fundamental, de enfocar nuestra atención, de nutrir nuestra memoria en el frágil espacio del presente, sin pretensiones.