Salgo de ver la película On falling de Laura Carreira con un poco de malestar, como el frío que se ha echado de repente en Madrid. Un “malestar bueno” como diría Remedios Zafra, ese que nos lleva a tener conciencia de la realidad, el que invita a mirar por la rendija del mundo para ver las costuras de una sociedad del bienestar en la que vivimos. Porque todo oropel tiene su reverso y Laura Carreira, en su primera película, pone su mirada en la realidad social, en las vidas que tienen los trabajadores en precario en muchas multinacionales del deseo cumplido al instante. Diríamos que tenemos a la continuadora de la mirada social que el cineasta Ken Loach ha tenido hasta ahora, con idéntica finura y sin perder la esperanza.
Ella nos cuenta la historia a través de Aurora, una recolectora en un almacén de paquetería. Como apunta la directora, “los recolectores trabajan 10 horas al día, casi siempre solos, recogiendo sin descanso los artículos pedidos por internet. Caminan kilómetros y kilómetros por pasillos repletos de artículos, siguiendo las instrucciones de un escáner que les dicta cuánto tiempo tienen para recogerlos”.
Aurora es una inmigrante portuguesa que recala en la fría Irlanda, lejos de su tierra. Ella forma parte del engranaje de la rapidez, la comodidad y el instante, mientras se debate entre el aburrimiento, el cansancio, la vergüenza y el hambre. El guion de la película fue premiado en el pasado Festival de San Sebastián; la película se estrena un año después en salas, y quedará relegada a las plataformas donde se perderá en el limbo de las intenciones. Si viven en una ciudad que la ha estrenado, vayan a verla, y si no, no le pierdan la pista cuando pase a alguna plataforma.
Tiene la película algunos momentos especialmente clarificadores y otros que rozan el patetismo. Uno de ellos es la política de incentivos de la empresa al trabajador más rápido que consiste en regalarle una chocolatina o el cinismo de los dueños de la empresa que defiende su política basada en principios éticos mientras tiene una política de personal que no cuida a sus trabajadores y les regala cupcakes con los colores corporativos mientras no son capaces de ponerse en la piel de estos cuando quieren cambiar un turno. Como apunta la directora, “el problema es que todo el trabajo bajo el capitalismo está diseñado de esta manera y define cómo vivimos, cómo nos valoramos unos a otros y cómo nos valoramos a nosotros mismos”.
Y en esa mirada es donde la película toma cuerpo, porque somos testigos también de una vida anclada en la soledad y el individualismo, sin arraigo ni vínculo alguno, apenas vislumbrado en el personaje del compañero polaco y condicionado con el resto por el uso de la tecnología, el pragmatismo y el interés. Vemos también la vergüenza, el agobio y el sinsentido de no llegar a tener lo suficiente para poder vivir dignamente, mientras que acompañamos el calvario que pasa para conseguir algo que llevarse a la boca. De una profunda intensidad dramática es el encuentro en la entrevista de trabajo.
Frente a toda esta ristra de situaciones que provocan malestar, la cinta tiene algunos momentos de luz, grietas de esperanza que se abren, y que para mí son muy claras. Como el momento en el que cambia la etiqueta del artículo que no quiere enviar, los momentos de convivencia con su vecino o en la escena final que se abre, aunque no a una mejor vida, quizá a otra manera de vivir.
Ser conscientes de esta realidad es fundamental para que podamos, al menos, caer en la cuenta de las frágiles costuras que sostienen el sistema del que disfrutamos. Un bienestar que no puede depender de la no dignidad de las personas, de los trabajos precarios, de la ambición y la codicia de cualquier negocio que prime dividendos por encima de derechos humanos. Quizás sea tiempo de ir volviendo a la autenticidad de la cercanía, a un mercado más justo, a un encuentro con los otros no basado ni en el privilegio ni el interés. Quizás sea tiempo, y ya vamos tarde, de vivir con menos, de desear menos, de consumir menos, de que todo el engranaje de nuestras sociedades dé una vuelta de tuerca en la que todos podamos vivir con la honestidad de sentirnos cerca unos de los otros, sabiendo que siempre habrá una persona que cuide de nosotros, a la que agarrarnos del brazo cuando tengamos frío, miedo o angustia. Volver la mirada a la sencillez que emana de la fraternidad y que huele a buena noticia, que sabe a Evangelio.