Hay un principio que predica que cuando no puedas decir nada bueno, calla. El silencio es una buena herramienta para la buena comunicación. Y no solo para evitar decir algo inapropiado, ofensivo, incorrecto o manipulador; a veces el silencio es quien se encarga de llamar la atención, de atraer las miradas a quien calla intencionadamente.
Cuántos profesores o catequistas no han usado este sistema ante una aula alborotada. De pie, con los brazos cruzados, la mirada fija y en silencio. Poco a poco el resto de personas se fija en tu figura y, a medida que son más los que centran su atención en la figura silenciosa, va cesando el murmullo y el progresivo descenso del ruido ambiental alerta a los que aún no se han percatado de la figura silenciosa, miran a los demás y observan cómo sus miradas se centran en alguien que no dice nada. Y poco a poco se va alcanzando el silencio. Tú aguantas el tipo, mantienes y sostienes ese silencio por unos segundos. Has logrado tu objetivo.
Aprovechas entonces ese momento para, o bien recriminar lo sucedido, o, mejor según mi forma de ver las cosas, para seguir y continuar con normalidad desde el punto donde habías interrumpido. Esa continuidad sin reproches lleva también una carga, un mensaje no expreso pero capaz de entenderse por el auditorio.
Y si a tus palabras las acompañas también con tus gestos y actitudes, si pasas de esa postura hierática, seria, acusadora… y retomas el discurso con el tono afable, la sonrisa y los gestos suaves, en el contraste está implícita la crítica.
Agotados mis dos minutos que os demando os dejo ahora con el silencio de mi palabra y que sea vuestra voz interior quien os hable. Muchas gracias.