Salieron aquella mañana de la mano, buscando quizás el quicio que aún unía su maltrecha memoria, socavada por la enfermedad y los años. Salieron buscando un lugar recóndito, pero que aún existía en la memoria de ambos, porque allí fueron felices. Ahora, hasta llegar allí todo eran caminos de tierra y maleza, un secarral entre autovías y carreteras con un zumbido infernal de tráfico que lo contaminaba todo, pero para ellos era el paraíso perdido, el lugar en el que había existido una laguna o un paraje natural que estaba en su memoria de adolescentes y al que quisieron volver aquella mañana.
En medio de la búsqueda se perdieron porque los casi siete kilómetros que recorrieron desde su casa se les hicieron un mundo a esta pareja de ancianos de Leganés. Se perdieron en medio del sueño y vieron que el paraíso no era tal, y que el cansancio y el calor podían con ellos. Entre la familia saltó la alarma que se precipitó también en el grupo operativo de la policía.
Contactaron con el hombre a través del móvil y en esa llamada descubrieron que estaba en el suelo pero no podía reconocer el lugar en el que estaba. Intentaron geolocalizarlo y, sobre todo, que no se gastara la batería del móvil. Al final lo encontraron, pero cuando llegaron hasta allí, su mujer no estaba. Entonces saltaron todas las alarmas. Pero gracias a un dron que desplegaron en la zona pudieron encontrarla. Estaba tendida en el suelo de un descampado a casi cuarenta grados de temperatura. La foto de esa mujer en medio de la nada es un símbolo y a la vez la esperanza que les llevó a la policía a poder rescatarla. Confieso que es la visión de la fotografía encabezando el artículo en el periódico lo que me llevó a escribir estas líneas. La imagen y la historia detrás de la misma.
Pienso en la fuerza de los paraísos perdidos para cualquiera de nosotros. A veces se visten de nostalgia y otras de anclaje para el futuro. La memoria es así de selectiva. Se pierde en el corto plazo y se expande en el largo. Y a medida que vamos creciendo y nuestra vida va sumando años, contamos más aquello que perdimos que aquello que nos encontramos. Y a pesar de no querer vivir en los recuerdos, a veces la vida pasada tiene un poso mucho más amable que la vida que vivimos o el futuro que nos espera.
Quizás habrá que hacer encaje para encontrar el equilibrio entre lo que perdemos y lo que nos encontramos. Que las pérdidas no oscurezcan los hallazgos, que no nos quedemos varados en el tiempo pasado como si fuera una tela de araña. Ya lo decían los Mecano: ¡Ay qué pesado, qué pesado, siempre pensando en el pasado, no te lo pienses demasiado que la vida está esperando! Alguna pérdida cargaremos y mil hallazgos habremos hecho. Quizás este matrimonio, esa mañana, lo que descubrió es que el recuerdo feliz les impulsaba a orientar su paseo hacia allí sin más intención que revivir aquellos momentos y se encontraron con la adversidad de la realidad.
En el fondo, eso es vivir, como decía Nino Bravo en esa otra canción tan hermosa, recibir todo lo que nos pase como un regalo, iluminar el asombro como un milagro, volver la vista atrás para encontrarnos con la memoria agradecida y elevar la vista al cielo a ver qué nos dice. Teresa de Jesús les decía a sus monjas que el camino de la fe había que vivirlo con anchura y grandeza. Solo con esa mirada a largo plazo seremos capaces de encontrar paraísos escondidos en medio de desiertos sin nombre.