Hay momentos en la vida que quedan grabados en el corazón, que tocan el alma. El Jubileo del Mundo Educativo en Roma ha sido, sin duda, uno de ellos. Estar en la Plaza de San Pedro junto a miles de docentes y estudiantes de todo el mundo fue sentir que la educación tiene alma, que sigue habiendo esperanza en el poder transformador de la enseñanza y en la fe que la sostiene.
En el ambiente se respiraba fraternidad, diversidad y emoción compartida: la de sabernos parte de una misma misión, la de educar y acompañar a las nuevas generaciones hacia un futuro donde Dios tiene todo el sentido. En medio de esa multitud, el papa León XIV nos habló con palabras llenas de verdad, profundidad y ternura.
Aún resonaba en nosotros las palabras del papa que días antes había hablado a los estudiantes con la fuerza de quien confía en ellos invitándoles a “ser estrellas que iluminen el futuro”. Les pidió que no se conformaran con la superficialidad ni con las modas pasajeras, porque —dijo— “una vida ahogada por placeres fugaces jamás nos satisfará”. Los animó a soñar en grande, a no dejarse programar por los algoritmos ni vivir de apariencias, sino a buscar su verdad interior, esa que solo se descubre en el silencio, en la oración y en el encuentro con Dios.
Planteó tres grandes desafíos para la educación actual:
- Educar la vida interior, en un mundo lleno de ruido y dispersión.
- Humanizar la tecnología, para que los jóvenes no sean esclavos de las pantallas, sino autores de su propia historia.
- Ser constructores de paz, capaces de desarmar el corazón y sembrar fraternidad.
El papa les recordó que cada uno de ellos es una estrella llamada a brillar y que juntos forman una constelación capaz de iluminar el camino hacia un futuro más humano y más justo.
A los pocos días el santo padre se dirigió a nosotros, educadores, reconociendo nuestra misión como una de las más nobles y difíciles. Nos recordó que educar no es solo transmitir conocimientos, es un “acto de amor”, es despertar el alma de quien aprende. Inspirándose en san Agustín, afirmó que “el sonido de nuestras palabras golpea los oídos, pero el Maestro está dentro”, recordándonos que todo auténtico aprendizaje nace del encuentro interior.
Nos invitó a cultivar cuatro pilares de la educación cristiana: la interioridad, para ayudar a los alumnos a encontrarse consigo mismos y con Dios; la unidad, porque educar es tejer lazos y construir comunidad; el amor, sin el cual ninguna enseñanza toca el corazón; la alegría, esa que hace que la escuela sea lugar de vida, de sonrisa y de esperanza.
El papa reconoció el cansancio de muchos educadores, pero también nos animó a redescubrir la belleza de nuestra vocación: acompañar a otros a crecer en humanidad, con paciencia, ternura y fe.
Después de vivir esta experiencia, vuelvo con una convicción profunda: Dios es futuro. Quienes educamos en y desde la fe sabemos que no caminamos solos. La fe nos da fundamento y solidez, nos enseña a vivir con esperanza, a afrontar las dificultades con resiliencia y a encontrar sentido en cada acontecimiento de la vida.
Educar desde la fe es regalar a niños y jóvenes las herramientas y destrezas necesarias para ser personas sólidas, íntegras y auténticas. Es regalarle las claves para construir “su casa sobre roca firme”, sus vidas sobre valores sólidos, fuertes y eternos que les ayudarán a vivir con sentido y calado en una sociedad cada vez más cambiante, superficial y frágil.
La fe está empapada de valores esenciales como el respeto, la solidaridad, la dignidad de toda persona, la justicia que busca dar a cada uno lo que necesita, el perdón, que pone al ser humano por encima de las cosas, la compasión, la misericordia, la alegría… La fe nos genera una brújula interna que provoca tener la certeza de hacia qué “norte” se dirige nuestra vida y darle sentido a todos lo que nos vaya sucediendo.
En esta sociedad líquida, donde lo que hoy vale mañana se desvanece, la fe es seguridad, posibilidad y horizonte, es garantía de futuro para las generaciones que nos toca educar, incluso en la era digital que cada vez más nos está colonizando, ya que nos proporciona la confianza para permanecer en lo esencial. La tecnología cambia rápido, la información es efímera y los modelos sociales fluctúan, pero la fe conecta con valores y realidades trascendentes que no dependen de modas ni de cambios tecnológicos, garantizando estabilidad interior.
En resumen, la fe es garantía de futuro porque ofrece propósito, resiliencia, valores estables y esperanza, elementos que nos permiten navegar en la incertidumbre de la era digital sin perder el rumbo.
Porque sí: Dios es futuro, la fe es futuro y nuestras escuelas educan para el fututo.


