Durante el confinamiento originado por la pandemia, el sacerdote y escritor argentino Hugo Mújica expresó en una entrevista que, al escuchar lo que estaba sucediendo en el planeta, encontraba un mensaje inapelable: la vida era estrecha tal como tal veníamos viviendo. Esa estrechez tiene que ver con dimensiones de la realidad que se complementan: se trata de la descripción de un tipo de desarrollo y de civilización que ha doblado su apuesta por la acumulación sin criterio, la producción indefinida y el consumismo desmedido haciendo la guerra a la vida, a los recursos naturales del planeta.

Esta manera de entendernos ha necesitado un tipo de educación funcional, que para nada cuestionara este sistema de vida y de convivencia. Una educación en la que la mayor parte de nosotros ha crecido y ha bebido de ella. Cuando a mis 16 años estudiaba el antiguo COU, pendiente de las carreras con futuro y las notas que exigían para entrar en ellas, me encontré con un poema de José A. Goytisolo que, cantado por Paco Ibáñez, me ha acompañado desde entonces. Su título es tierno: Me lo decía mi abuelito, su contenido es absolutamente revolucionario. 

Representa la crítica feroz a un tipo de educación que busca el «carrerismo» de ser los primeros, pese a quien pese, cueste lo que cueste, haciendo del éxito personal la clave de una vida… ¿feliz? Esa es la cuestión. Retengo unos versos bien expresivos:

¡Anda muchacho dale duro!
La tierra toda, el sol y el mar,
son para aquellos que han sabido
sentarse sobre los demás.

Ciertamente, el esfuerzo, la constancia y pulir las capacidades personales forman parte de todo proyecto educativo. El problema es la orientación que otorgamos a la educación: hacia qué tipo de persona y para qué tipo de sociedad educamos. Si confundimos excelencia con meritocracia o competencias personales con la competitividad de abrirse camino aunque sea a codazos, estamos alimentando el tipo de sociedad no solo del que venimos sino el que propicia, en el fondo, desastres ecosanitarios como el que estamos sufriendo como humanidad.

Todo está relacionado: educar para el éxito, la adoración al dios mercado, la veneración del dinero como lo único necesario, el triunfo que va dejando a otros menos espabilados orillados en la cuneta y los trabajos que perpetúan esa lógica infernal van configurando una espiral perversa construida por seres anónimos, desvinculados y en permanente estado de excitación por ganar y desentenderse de la casa común que habitan.

Especial cuidado hemos de prestar a las voces masculinas que han alentado esta cultura patriarcal, dominada por los valores que fomentan la conquista y el poderío. El puño cerrado encima de la mesa es su símbolo. En todo este entramado de personas, estructuras y procesos se cultiva una cultura que elogia al más fuerte y se olvida no solo de los más frágiles, sino que olvida que todos somos frágiles en un mundo frágil. En este contexto, las generaciones de varones de las últimas décadas hemos continuado este orden de cosas ya absolutamente desfasado, pero del que somos producto y copartícipes, al mismo tiempo.

Una vez más encontramos en el cuidado la clave de acción que nos devuelve a la esencia de lo que somos; y nos impulsa a educar haciendo de la colaboración y de la convivencia un arma de construcción intensiva y cordial. Es en el juego del saludo, del reconocimiento cotidiano, del pedir permiso, pedir perdón y dar las gracias donde quizá podamos encontrar algunos de los mimbres que necesitamos para repensar una educación que haga justicia a las verdaderas necesidades del ser humano. Una educación que busque no tanto ser los primeros, sino caminar juntos, construir juntos, y convivir en medio de la pluralidad de culturas, procedencias y situaciones.

Os dejo con la letra del poema de José A. Goytisolo y con la canción cantada hace pocos años, de nuevo, por Paco Ibáñez. Él la presenta como una de las canciones más subversivas del mundo, por lo que tiene de despertador de conciencias. Y lo dice a la altura de sus ochenta y tantos años…

Me lo decía mi abuelito,
me lo decía mi papá,
me lo dijeron muchas veces
y lo olvidaba muchas más.

Trabaja niño, no te pienses
que sin dinero vivirás.
Junta el esfuerzo y el ahorro
ábrete paso, ya verás,
cómo la vida te depara
buenos momentos, te alzarás
sobre los pobres y mezquinos
que no han sabido descollar.

Me lo decía mi abuelito,
me lo decía mi papá,
me lo dijeron muchas veces
y lo olvidaba muchas más.

La vida es lucha despiadada
nadie te ayuda, así, no más,
y si tú solo no adelantas,
te irán dejando atrás, atrás.
¡Anda muchacho dale duro!
La tierra toda, el sol y el mar,
son para aquellos que han sabido
sentarse sobre los demás.

Me lo decía mi abuelito,
me lo decía mi papá,
me lo dijeron muchas veces,
y lo he olvidado siempre más.

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