Cuando estaba haciendo el Curso de Adaptación Pedagógica (lo que equivale hoy al Máster que te habilita para dar clases en Secundaria), recuerdo que, en una asignatura (creo que era Didáctica de la Ciencia), el profesor planteó la siguiente pregunta: «Si dejamos caer simultáneamente una hoja de papel y una piedra, ¿qué llegará antes al suelo?». Todos los que allí estábamos, licenciados en Ciencias (Físicas, Químicas, Matemáticas…), algún Ingeniero… todos todos dijimos: «La piedra». Ni nos lo pensamos. Estaba claro. Además, era demostrable. Sin embargo, el profesor nos dijo que estábamos equivocados: ambos llegaban al suelo al mismo tiempo. «¡Eso no puede ser!», decíamos, convencidos. Pero sí, sí puede ser.
Si usamos la fórmula que calcula el tiempo que tarda un objeto en caer al suelo, vemos que los datos que necesitamos para dicho cálculo son: el valor de la velocidad con la que parte el objeto en su movimiento (esto es, la velocidad inicial), la altura desde la que cae y la gravedad. Como veis, no aparece la magnitud “masa” en la fórmula, con lo cual, el cálculo del tiempo no depende de la masa. Da igual si el objeto es una piedra, una hoja de papel o un elefante. Entonces, ¿cómo es que cae antes la piedra que la hoja de papel? Y ya no digo nada del elefante…
Cae porque en el cálculo que hemos hecho no hemos tenido en cuenta el aire y la forma del objeto que cae. Una hoja de papel “planea”. Su forma permite que el aire haga un efecto “tipo paracaídas”. La piedra, por tener la forma que tiene, no experimenta ese efecto. Este dato (el de la forma del objeto) no lo recoge la fórmula, como tampoco recoge el rozamiento del aire, es decir, cómo este influye en ese movimiento de caída.
Ahora diréis que entonces la fórmula está mal. Pues no, no lo está. Lo que ocurre es que, para su formulación, hacemos una extrapolación de la situación la cual nos permite predecir determinadas acciones que ocurren de similar manera sin que tengamos que hacer experimentos repetidos para conocer cómo transcurren dichas acciones o qué resultados podemos experimentar. Luego, la naturaleza y su complejidad nos irá orientando hacia un cálculo más exacto, esto es, más cercano a lo que ocurre bajo unas circunstancias determinadas.
Tras esta maraña de cinética física, me surge una reflexión que considero interesante: ¿cuántas cosas damos por supuestas? ¿Cuántos esquemas mentales perfectos nos montamos que luego no se ajustan a la realidad? ¿Por qué se nos olvida que cada uno es como es, y no tienen por qué afectarle las cosas por igual?
Cuando empezamos un curso corremos el riesgo de que la experiencia no deje espacio a la apertura a lo nuevo. Por supuesto que la experiencia es un grado. Es fundamental tener unas nociones adquiridas con la práctica que te permitan desenvolverte ante situaciones parecidas a las vividas. Pero hay que dejarle un hueco a la sorpresa. No, no siempre la piedra es la que cae antes. Como no siempre el que parece que va de listo lo es; no siempre la que es más popular es la que menos sola está; no siempre el que parece más cafre lo es; no siempre una broma a un compañero es simplemente una broma; no siempre un suspenso es “que no estudia”; no siempre el que llega tarde es un vago; no siempre la que está ausente es porque pasa de todo… En fin, no siempre es “siempre”.
Muchas veces me he preguntado cómo sería la convivencia entre los apóstoles. ¿Cómo sería el día a día con estas doce personas, tan diferentes entre sí, con orígenes tan distintos, con búsquedas tan diversas? Habría que ser muy hábil para mantener al grupo unido respetando la identidad de cada cual, dejando que el aire (el Espíritu) influya en cada uno según tenga que ser. Jesús, como buen Maestro, supo hacerlo. Imagino que porque no dio nada por sentado en cada persona, no colgó “sambenitos” a nadie. Para Él, la persona está siempre en construcción, y no es una fórmula cerrada que te dice lo que va a pasar con toda seguridad. Es susceptible a su entorno, y la susceptibilidad no está mal. Ser vulnerable nos hace ser más humanos.
Jesús observó, esperó, respetó, acompañó, acogió y amó. Cada persona para Él era única. Nadie estaba abocado a “la perdición”, siempre puede volver a empezar. Eso es lo que nos viene a enseñar la cruz: que incluso cuando parece que todo ha acabado, que “la fórmula no da más de sí”, aún queda la última palabra que lo transforme todo.
A todos los docentes os deseo un muy buen comienzo de curso. Haceos dignos de esta vocación tan bonita que portáis como quien lleva el fuego de la vida. Y cuando las cosas se pongan difíciles y os haga alejaros del ideal que teníais en mente o de lo que ya dabais por aprendido, aferraos al día en que del corazón os salió el deseo de ser maestro o maestra. La vocación os mantendrá