En este mismo momento en que me hallo escribiendo tengo ante mí un atardecer precioso frente al mar. Cuando una contempla estas cosas se pregunta a sí misma cómo no terminamos de hacer caso al papa en su Laudato Si. Bueno, lo que decía: un atardecer precioso, con asombro incluido, porque, ¿quién dijo que el cielo solo podía ser azul? La misma naturaleza puede llevarse la contraria a sí misma y cambiar el color del cielo si quiere, pintándolo de tonos violetas, malvas o anaranjados. En cuestión de segundos todo se oscurece y al fondo queda una delicada pincelada rosa de lo que hace un rato era el sol.

Todo este espectáculo de colores me ha recordado a un experimento que nos hicieron en clase una vez, era yo pequeña. Se trataba del círculo cromático o Disco de Newton. Creo que fue en clase de Plástica. La cosa consistía en hacer un círculo y dividirlo en porciones, como si fuera una tarta: tantas porciones como colores tiene el arco iris. Cada porción la coloreábamos de uno de los colores de dicho arcoíris y, luego, atravesábamos el centro del círculo con un palito que, poniéndolo entre las manos, hacíamos girar a toda velocidad. Entonces, ¡oh maravilla!, por unos instantes, en ese giro acelerado impulsado por las manos, se borraban todos los colores y el círculo aparecía de color blanco. Recuerdo mi suspiro de sorpresa. ¿Qué extraña brujería era aquella? Pues ni brujería ni magia. Aquello, como tantas otras cosas asombrosas que se dan en la naturaleza, es ciencia, y tiene que ver con el estudio de la luz.

El color es un fenómeno físico relacionado con la luz y la visión. Todo esto se estudia en Física de Ondas u Óptica Ondulatoria. La luz es una onda que abarca un espectro de diferentes valores de longitud de onda (parón para explicar qué es la longitud de onda: si dibujáramos una onda como una sucesión de olas todas iguales y todas distanciadas por igual unas de otras, la longitud de onda es la medida que hay entre cresta y cresta de la ola). Pues bien, no percibimos todas las longitudes de onda, por eso hay ondas que “no vemos”, como los rayos gamma, los rayos X o microondas. Pero hay una parte de ese espectro que sí resulta visible para nosotros, que va desde los 380 nanómetros hasta los 780 nanómetros (nm). Es el espectro de la luz visible o luz blanca. En esa franja están ubicados todos los colores que conforman el arcoíris. Así, por ejemplo, entre 380-400 nm estaría la gama de los violetas, mientras que la del rojo estaría en el otro extremo de esa franja, entre 620-780. Los demás colores quedarían en medio, ordenados según su longitud de onda. La unión de todos esos colores da lugar a la luz blanca.

Ese era el misterio que ocurría en el círculo cromático cuando lo hacíamos girar rápidamente. O lo que ocurre, pero al revés, cuando sale el arcoíris después de la lluvia: que la luz blanca atraviesa las gotas de agua como si estas fueran cristales, dividiéndose en todos los colores que conforman el espectro visible de la luz. Este fenómeno se llama difracción de la luz.
Y, si el blanco es la suma de todos los colores del arcoíris, ¿qué es el negro entonces? Pues es la ausencia de color. El blanco, la luz; el negro, la oscuridad. Por eso puede ser que relacionemos el blanco con todo lo bueno, con la pureza, con la inocencia…Mientras que el negro está más relacionado con la maldad, lo sucio, lo que da miedo.
Dice el Antiguo Testamento, concretamente el libro del Génesis (el primero de la Biblia) que, tras el diluvio universal que arrasó la tierra, Dios extendió en el cielo un arco (el arcoíris) como símbolo de un pacto entre Él y la humanidad, en el que Dios prometía que siempre cuidaría del ser humano:
«Y Dios añadió: “Esta es la señal del pacto que hago con vosotros y con todo lo que vive con vosotros, para todas las edades: pondré mi arco en el cielo, como señal de mi pacto con la tierra. Cuando yo envíe nubes sobre la tierra, aparecerán en las nubes el arco, y recordaré mi pacto con vosotros y con todos los animales, y el diluvio no volverá a destruir a los vivientes. Saldrá el arco en las nubes, y al verlo recordaré mi pacto perpetuo. Pacto de Dios con todos los seres vivos, con todo lo que vive en la tierra”» (Génesis 9,12-17).
Es curioso que sea este fenómeno de la luz el que se use en la Biblia como símbolo de esperanza, de reinicio de la vida. Es como un «reseteo» o el “recalculando ruta” que hace el GPS cuando nos hemos desviado del camino que nos marcaba. Todo lo malo queda atrás (el pecado de Adán y Eva, continuado por la humanidad), y queda olvidado. Se comienza entonces otra etapa: la nueva “creación” que trae el fin del diluvio y el pacto de Dios con Noé. En este tiempo nuevo, marcado por la aparición del arcoíris, nada de lo anterior será determinante, esto es, nada de lo que queda atrás condicionará lo que sucederá en adelante, ni dejará rastro ni huella en lo que ahora comienza, ensuciándolo. El arcoíris marca el antes y el después de la lluvia, y recuerda que el amor de Dios será lo que permanezca cuando lo demás cambie.
Y digo yo: ¿no es esto el perdón? ¿Y no tiene también esto relación con la resurrección? Al fin y al cabo, no olvidemos que, en uno de los textos de los evangelios referidos a la resurrección, se dice que María Magdalena vio a «dos ángeles vestidos de blanco, sentados: uno a la cabecera y otro a los pies donde había estado el cadáver de Jesús». Todo ello en la oscuridad del sepulcro. Luz y oscuridad. Blanco y negro. La vida, con todos sus colores y sus matices, se impone a la muerte y su penumbra. De nuevo Dios dibujó el arcoíris e hizo un pacto de vida con nosotros.