Torre Pacheco y Jumilla constituyen dos experiencias piloto del modelo de sociedad que nos espera en nuestro Occidente, a no ser que reaccionemos a tiempo. La cacería del extranjero pobre o la prohibición de celebraciones religiosas musulmanas en el ámbito público o ese afán por hundir a los barcos que rescatan a migrantes dan muestras de una pérdida del sustrato ético en nuestra convivencia. Quizá todo estalló en mi cabeza cuando vi por televisión a un grupo de bañistas que retenía por la fuerza a migrantes llegados a una playa de Granada. De cualquier forma, todo parece indicar que, a medio plazo, contaremos con un poder político a nivel estatal que alimentará este tipo de medidas. Cualquier intento de prevención para que esto no sea así será bienvenido.

La mentira es poderosa y a demasiada gente se le ha instalado en la mente la creencia de que estamos siendo invadidos, cuando los datos nos dicen que las cosas no son así. Da igual. Retorcemos la realidad a nuestro gusto con tal de salir victoriosos. Lo que no existe se inventa: estamos en guerra contra el extranjero pobre que viene. Y de este modo la negación del otro se convierte en la primera de las violencias, como advirtiera en su día Lévinas. Negar al otro es no dejarle ser y reducirlo a trasto inservible, es violentarlo hasta el extremo convirtiendo su existencia en un pozo negro o en una estrecha jaula donde malvivir, o en ambas cosas a la vez, tanto da. De la polarización ideológica hemos pasado a la polarización visceral, esa que enfrenta un nosotros tribal frente a un ellos marcado por la amenaza. No hay razones, solo florecen miedos y supremacismo moral.

Hay racismo en quien se siente superior al otro, no en quien defiende una determinada identidad. No hay identidades superiores ni inferiores, sí hay prácticas, leyes y acciones que intentan expulsar al otro diferente en nombre de una supuesta defensa de lo propio. De nuevo la identidad esgrimida como escudo protector y, sobre todo, como arma arrojadiza: una identidad que expulsa al otro fuera del espacio compartido. “¿Qué tengo que ver contigo?”. Y entonces resuena la respuesta de Caín al Dios que pregunta por su hermano. “¿Acaso soy responsable de mi hermano?”. No querer ver al otro es verme a mí mismo de forma miserable. Y es deshumanizarnos como sociedad.

Si en mi identidad no cabe mi hermano, sea este de donde fuere, se trata de una identidad inhumana, y por ello, indebida. La defensa identitaria y el respeto a las tradiciones son la gran coartada de un racismo que velozmente se apodera de las cabezas y corazones, en especial de las nuevas generaciones que se viven en la incertidumbre de un mundo donde tienen difícil acomodo. El futuro inaccesible en el que se viven no pocos jóvenes se convierte en mecha que incendia odios, desprecios y frustraciones. Es el peor camino para construir nada. Y es la mejor coartada para las ideologías mesiánicas que hacen del miedo una cultura.

Caminamos desnortados hacia lo que Hannah Arendt denominaba el reino de la sombra, en el cual queda excluido de lo humano una parte de nuestra humanidad. Categorizamos como humano solo a una parte, la que corresponde con ese perfil de occidental, blanco, heterosexual y portador, por tanto, de una identidad clara y definida. Mientras, hay otra cara de lo humano que yace en ese reino de sombra al no que no dejamos emerger.

Mucho trabajo nos aguarda en los espacios educativos y formativos a los que pertenecemos.

No basta hablar del cuidado cuando los vínculos relacionales y sociales se debilitan y se rompen con tanta facilidad. Cuidar es asumir que el vínculo nos precede y alimenta, más que cualquier otra tradición, de modo que toda forma de desprecio al otro es un descuido inaceptable. Nos necesitamos los unos a los otros: esto es la interdependencia. Cualquier otro escenario que excluya y expulse nos devuelve a la civilización de la conquista de la que tratamos de salir.  

No basta hablar de la identidad, cuando la cacería del otro se instala entre nosotros. Necesitamos abrirnos a una identidad realmente cosmopolita, arraigada a nuestros lugares, cada cual el suyo, y hermanada en los ámbitos que compartimos en el trabajo, en la escuela, en el barrio o pueblo.

Nuestra reacción comenzará cuando asumamos a pie de obra una resistencia personal y colectiva que humanice tanto deterioro de lo humano, y comprendamos que en el barco de la humanidad seguimos viajando todos, sin exclusiones.

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EL RACISMO VISCERAL

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Cuidarnos

CALLEJEAR LA VIDA

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