Con la pandemia del 2020 un minúsculo virus nos puso frente al espejo y nos mandó parar. Sin anestesia. O quizá la anestesia consistía en vivir montados en un tren de alta velocidad a todos los niveles que nos impedía separarnos de aquello que vivimos y hacemos cada día, y del impacto que tienen nuestras acciones en todos los ámbitos y distancias. Pero poco aprendimos.
Necesitamos parar esta marcha extenuante, mandar sobre nosotros mismos y templar nuestras decisiones, de modo que no provengan de la improvisación o del golpe de efecto. Nuestras organizaciones, nuestros centros educativos, toman velocidad de crucero, una velocidad que se asienta en lo que ya sabemos hacer y que simplemente reproduce el pasado. Avanzamos a toda prisa, pero con la mente ocupada por la seguridad de lo que ya controlamos. Y, sin embargo, el cambio de época en el que vivimos hace insostenibles modos de hacer, pensar y organizarnos propios de otros momentos.
Hablamos de cuidarnos y aceleramos el paso. “No sé hasta cuándo podré aguantar”, “estoy en el límite”, “me vivo en un agujero”, son expresiones corrientes que escucho en cursos a profesionales de organizaciones de diverso tipo. Apelaciones a la colaboración, a la innovación y a la participación, por un lado, y, por otra parte, personas que exprimen, dominan y desaniman desde liderazgos que no pasan la prueba de una elemental humanidad. Los resultados, las expectativas y los objetivos escritos se convierten en dogmas de fe inamovibles. Además de justicia, se hace urgente detener tantos desmanes y examinarnos.
Cuando Sócrates se defiende ante los que le acusan de pervertir y engañar, él apuesta por el examen interior. “Una vida sin examen no puede ser vivida por el ser humano”. En esa vida examinada lo importante ˗como señala Victoria Camps˗ no son los aciertos o errores que tenemos, sino que no eludamos ese examen porque alcanza a lo más humano y sagrado que llevamos en nuestro interior. Paramos no por evasión, sino por forzosa inmersión en la realidad que vivimos y que vive nuestro mundo, para, desde dentro, buscar luces que nos ayuden a priorizar y buscar nuevos caminos cuando lo viejo ya caduca. La vida nos solicita ser vivida desde ritmos vivibles y no extenuantes. La cultura del esfuerzo y de dar lo máximo en cada momento no está regañada con la cultura del cuidado, aunque sí con la del del éxito a cualquier precio.
Nos podremos apuntar a modas (la última la del cuidado) pero si no hay vida personal y colectiva examinada, será flor de un día, de un curso formativo, de un evento, de un experto. La reflexión apuntala convicciones en tiempos de incertidumbre; no es una contradicción. Precisamos alguna que otra certeza, no para darnos seguridad, sino para generar confianza con los demás. Si, por ejemplo, decimos que en el centro de mi organización se encuentra “la persona”, no caben amenazas, manipulaciones e invocaciones a la profesionalidad revestida de santidad laica. Llenamos la organización de normas y disminuye a pasos agigantados la confianza mutua. Por algún lado se nos escapan aquellas convicciones iniciales que en su día creímos que eran nuestros faros en medio de la navegación. A las convicciones hay que refrescarlas con la práctica y el pensamiento crítico.
La alusión al examen personal que defiende Sócrates está realizada en el contexto de diálogo con los demás, y no como modo de apartarse del mundo. “Siempre me oís dialogar examinándome a mí mismo y examinando a los demás”, afirma el filósofo. La revolución reflexiva, que invocaba el biólogo chileno Humberto Maturana al finalizar el confinamiento en la pasada pandemia, es una llamada a la introspección mancomunada, aquella que nos ayuda a tocar vulnerabilidades, convivir mejor y con sentido de justicia. Sin reflexión no es posible ninguna evolución; ni personal ni colectiva.
Contra los atajos superficiales y ya conocidos, la profundidad. Decía Bauman que “el arte de navegar en las olas ha sustituido al arte de sondear en las profundidades”, y ahí estamos pendientes de no caer… en los caminos ya trazados un año tras otro. Surfear es instalarse en la cuenta de resultados, en el rendimiento individual y en la hartura contagiosa. Eso no da más de sí, salvo enfermedades, abandonos y cansancio. Dar el salto a lo nuevo y saberse mover en medio de lo imprevisible requiere animales reflexivos y deliberantes. No se improvisa.