No me canso de repetirle a mis alumnos que, cuando escribimos una reacción química, entre reactivos y productos no se pone un igual. Se pone una flecha.
En la escritura científica, los símbolos no son adornos. Tienen un significado, denotan algo. Por eso, insisto, no es lo mismo poner un signo igual que una flecha. Si escribimos un igual:
Na + Cl = NaCl
estamos afirmando que todo lo que hay a la izquierda del igual es lo mismo que a la derecha. Y no es lo mismo el sodio y el cloro que el cloruro de sodio (la sal común, esa que echamos a la comida).
Pero si ponemos una flecha:
Na + Cl ➡ NaCl
estamos diciendo que, si hacemos reaccionar el sodio con el cloro, se obtiene cloruro de sodio. Eso es una reacción química: la transformación de unas sustancias en otras, de tal manera que lo que obtenemos no es lo mismo que aquello de lo que partimos, aunque sí esté constituido por aquellas sustancias iniciales.
Le digo esto a mis alumnos (y soy muy cansina con ello, la verdad) porque es importante que entiendan que, en ciencias, hay una “escritura concreta”. Todos los signos, símbolos… se escriben para decir o indicar algo. Y es que las matemáticas son un idioma: son el lenguaje de la ciencia. Y comprenderlo es acercarnos un poquito más a la naturaleza y su misterio, su fantasía, al asombro con el que, cuanto más la conoces, más te sorprende.
Ocurre igual con la lectura de la Biblia. Muchos de mis alumnos dicen no creer porque han descubierto que lo que cuenta la Biblia no es verdad. Cuando se agarran a ciertos textos para justificar su increencia lo hacen como si, de repente, hubiesen descubierto una mentirijilla, o dónde está el truco detrás de una demostración de magia. Lo puedo entender, sobre todo porque este “descubrimiento” lo hacen en el paso a la adolescencia, a ese momento (bendito momento) en el que empiezan a hacerse preguntas y a descubrir que el mundo está formado por piezas que deben aprender a encajar. Y, claro, la religión es una pieza tan extraña…
Cuando ocurre este paso tan fascinante, ellos descubren que lo que les habían contado no tiene “mucha lógica”: ¿que Dios creó el mundo en siete días? ¿Que Adán y Eva tuvieron tres hijos? ¿Y de dónde salió el resto del mundo? ¿Que hubo un arca donde metieron a todos los animales mientras duró un diluvio? ¿Que Dios le pidió a Abraham que matara a su propio hijo? ¿Que hubo un señor llamado Sansón que cayó todo un templo empujando las columnas? Y suma y sigue.
A veces nos ha pasado que hemos estado tan ocupados en contar las cosas que creo que se nos ha olvidado explicarles cómo se cuentan. O cómo se han contado. Comprender el lenguaje, la forma en que las personas han ido narrando la presencia de Dios en la Historia, es importante para que la verdad no sea algo que aceptar sin más. Lo que contamos no lo contamos sin más. Hay algo que queremos transmitir tras ello. Algo parecido a lo que contaba yo al principio con lo de la flecha en la escritura de una reacción química: entender por qué se escribe ese símbolo y no otro ayuda a que dichos símbolos adquieran un significado que dota de sentido a todo lo demás. Quizás nos faltó un poquito explicar el significado que hay detrás de esas palabras que narran los acontecimientos tan fascinantes que la Biblia nos relata. Esa presencia de Dios en cada letra, cada palabra… Su misterio, su voluntad, su intención, su mensaje y su verdad detrás de cada historia, de cada momento a lo largo de la Historia, una Historia vivida por hombres y mujeres, y narrada por ellos.