Andaba yo el otro día explicando Física a mis alumnos de 1º de Bachillerato cuando me percaté de una cosa: cuando hacen Física, solo hacen Física. Quiero decir, razonan con la mente cerrada a cualquier otra materia estudiada que no sea la que en ese momento tienen entre manos, sin pensar que todo lo que aprenden les sirve para todo. Piensan: «si estoy en la hora de Física, hago lo visto en Física. No pienso si algo que he visto en Matemáticas o en Biología, o en cualquier otra materia, también me puede servir para resolver este problema». Esto es, se les olvida ser creativos, combinar lo que saben e ir más allá. Recuerdo que, ante esta situación, yo les decía: «tenéis que abrir la mente. No penséis que, al estar en una asignatura determinada, no tenéis que recurrir a las demás, a todo lo que habéis aprendido de cada una. Hay que arriesgar, hay que probar soluciones usando lo que sabéis en general, hay que preguntarse “¿y si…?”. Esa pregunta fue clave para volar como los pájaros, para curar enfermedades, para saber de qué estamos hechos, para llegar a la Luna… Si no nos hubiéramos hecho esa pregunta, ¿dónde estaríamos ahora?».

Me quedé el resto del día pensando en esa pregunta: ¿y si…?

Ciertamente, la ciencia ha llegado lejos buscando una respuesta a la misma. Ha sido osada, creativa, curiosa, persistente, observadora, constante… y ha tenido fe. Sí, fe en que encontraría la respuesta. O al menos, que encontraría una respuesta que nos fuera útil.

Decía el físico Neil Turok en su libro El Universo está dentro de nosotros (Plataforma Editorial):

«Hay un aspecto inspirativo de la ciencia y de comprender nuestro lugar en el universo que enriquece la sociedad, el arte, la música, la literatura y todo lo demás. (…) Ya desde los antiguos griegos, la ciencia ha apreciado que un libre intercambio de ideas, en el que constantemente intentamos poner a prueba nuevas teorías al tiempo que siempre seguimos abiertos a que se demuestre que estamos equivocados, es la mejor manera de conseguir progresos. (…) Si nuestras ideas tienen algo de valor, no importa de dónde vengan; deben sostenerse por sí mismas».

Ciertamente, en este aspecto tenemos mucho que aprender de la ciencia.

Debemos ser capaces de escuchar aquellas propuestas que puedan ser útiles para el ser humano, sin prejuicios ni etiquetas por el mero hecho de venir de quien «no es de los nuestros».

Debemos ser dialogantes y humildes. Sí, humildes. Para tener en cuenta los pasos que otros ya dieron antes que nosotros y ver qué han pensado, qué han planteado, sin creernos mejores simplemente por vivir en tiempos «más avanzados».

Debemos tener una mente abierta y con vocación de globalidad, capaz de aunar lo antiguo con lo nuevo (¿acaso Bohr llegó a su teoría atómica sin tener en cuenta lo que otros habían ya descubierto acerca del tema? Para nada. Él fue capaz de tomar lo que sirvió y mejorarlo).

Y, sobre todo, debemos pensar siempre: ¿qué puede aportar esto de bueno al ser humano? ¿Cómo ayuda esto a ser mejores de lo que ya somos, a que el mundo sea un lugar menos misterioso y más amigable?

A lo mejor (lo digo con un poco de atrevimiento), hay alguna similitud entre esto y lo que dijo Jesús: «No he venido a abolir la ley, sino a darle plenitud». Quizás esa sea la misión: no romper con todo, sino aprender de lo que otros ya comenzaron y funcionó, y completar la obra. Con ánimo de ser mejores, de hacernos mejores, de hacer que todo sea mejor. Mantener la pregunta «¿y si…?» encendida dentro de nosotros y buscar una respuesta. Siempre para el bien de todos.

A Dios le gustan los números

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En esta semana he tenido la suerte de disfrutar de un café con conversación con una amiga, Rufina. Es licenciada en Física y doctora en Didáctica de la Ciencia.

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