Todas las religiones tienen sus ritos. De hecho, forman parte imprescindible de su historia y de su manera de entender y expresar su relación con la trascendencia.

Pocas religiones tienen sus ritos adaptados a las diferentes edades, sensibilidades o realidades. Es cierto que nuestra liturgia permite esa flexibilidad, pero también es cierto que raras veces se modifica teniendo en cuenta el perfil de la comunidad que celebra. O depende, en gran medida, del estilo, talante o cintura de quien preside.

Cuando asisto a celebraciones escolares suele ser habitual encontrar gestos, momentos participativos, canciones y lecturas adaptadas al alumnado. Pero cuando las vivo en entornos más normalizados y cotidianos, percibo el aburrimiento (incluso la tristeza) de una gran parte de la comunidad, no solo de los niños.

Aun así, la pregunta más escuchada en los jóvenes que, disciplinadamente asisten a las  citadas  celebraciones, es «¿falta mucho?». Lo cual me lleva a pensar que obviamente no la están viviendo. No obstante, me gusta enfocar las situaciones desde la positividad, tratando de buscar respuestas o propuestas alternativas. No caer en la trampa de la crítica fácil.

No estoy postulando convertir nuestros ritos en otra cosa, en un espectáculo divertido o una fiesta que desvirtúe el significado profundo de lo que se celebra. No voy a caer en la trampa de la simplificación. La liturgia tiene su sentido y razón de ser y a veces es el propio desconocimiento o la preparación personal la que impide una vivencia profunda. Lo que defiendo es una vez más la actualización de los mensajes, de las palabras y de los gestos, de las imágenes y los símbolos, de la forma de dirigirse a una comunidad, generalmente sencilla, que se desconecta porque no lo entiende o lo que es peor no lo vive.

Si apostamos y nos esforzamos en conseguir ese cambio (de forma, no de fondo) nuestras celebraciones escolares, parroquiales, comunitarias o grupales se convertirán en lo que deben ser: un momento especial, privilegiado, profundo, transformador y festivo. Como decía aquella hermosa canción que repetíamos y repiten en nuestras escuelas, coreada con palmas «Ven a la fiesta. Es el momento de cantar y de bailar». A lo que yo añadiría: y de rezar, y de llorar y de soñar y de sentir… en una palabra, de VIVIR.

Si lo conseguimos el guiño o la broma que recoge el dibujo dejará de sorprender porque los niños y niñas no tendrán nada en sus manos y estarán felices deseando que llegue el momento de celebrar juntos. Todo lo demás, lo que les motiva, entretiene o divierte superficialmente, pasará a un segundo plano. El lugar correcto en el que deben estar cuando han entendido la prioridad y necesidad vital de la celebración cristiana.

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