Así de sencillo, así de importante, así de necesario y así de urgente. 

Pero, por lo único que no debemos justificar esta necesidad, el único argumento que no debemos utilizar es, precisamente, que estamos en guerra. Me explico.

Hablar de paz en tiempos de guerra dentro de nuestras escuelas es algo obvio. Algo que se sobreentiende o se presupone, porque es actual y -hasta cierto punto- obligatorio. 

S,i además, es una escuela de confesionalidad cristiana o católica, más aún. La paz es uno de los pilares de nuestra religión y de las enseñanzas del Maestro de Nazaret.

El problema surge cuando el enfoque de la paz está planteado como alternativa a la guerra y no como sistema habitual de conducta. Si afirmamos que, cuando hay guerras no hay paz, podríamos afirmar también lo opuesto: cuando no hay guerras, hay paz. Al menos es lo que podemos transmitir (sin quererlo) a nuestros chicos y chicas. Y eso es absolutamente falso.

La paz es mucho más que la ausencia de conflictos armados o de luchas entre países. La paz no es la ausencia de proyectiles sobre el cielo o la retirada de carros de combate.

La paz es una OPCIÓN radical de VIDA. Y, además, de las más complejas de conseguir. Consiste, de forma resumida, en vivir y actuar de manera que jamás se dañe al prójimo. Es más, consiste en vivir y actuar de manera que siempre se beneficie al prójimo.

No solo matan la balas. Lo hacen las palabras, los gestos, las omisiones, las miradas… La guerra es la manifestación a gran escala de la semilla del odio que está dentro de nosotros y que algunos la mantienen controlada para que no germine, y otros la abonan y riegan cada día.

Por eso es tan importante educar SIEMPRE para y por la paz, de forma que las futuras generaciones desarrollen el valor y la sensibilidad necesarios para arrinconar cualquier conducta de odio en nuestros hijos e hijas, nuestras escuelas, en nuestras casas, en nuestros países.

Y no caigamos en la trampa de buscar culpables y enfocar nuestro enfado hacia personas, colectivos o pueblos porque lo único que nos puede salvar es justo lo contrario. Amar. Amar por encima de todo, a Dios. Y amar al prójimo -amigo o enemigo- como a ti mismo.

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