FAROLES Y FLAMEROS, LUZ PARA EL CAMINO DE LA FE

La luz y el fuego no son conceptos teológicos sino símbolos naturales que se utilizan por muchas religiones como un rasgo de la sabiduría divina que todo lo ve. En los profetas tardíos del Antiguo Testamento, en los salmos y en los libros sapienciales encontramos una rica simbología de la luz, como muestra de la acción salvífica de Dios, sobre todo, con el momento del alba (Sal 5,4; 17,15; 90,14; 143,8; Os 6,1ss; Sof 3,5). También aparece un rasgo que debemos considerar importante: la luz es utilizada por Dios para indicar el camino correcto del creyente: ilumina el proceso de la fe (Sal 109,105). Se trata de una luz que es palabra y que convoca a todos los pueblos hacia la salvación, que se transforma en justicia en las manos del Siervo de Yahveh (Is 42,6; 49,6; 51,4b).

El simbolismo neotestamentario de la luz alcanza su punto culminante en los escritos de Juan (I Jn 1,5), pero, sobre todo, en el prólogo del evangelio. El mundo recibe su ser a través de la luz-palabra que se hace carne en Jesucristo[1] y la palabra que se hace carne en Él no es otra que aquella por la que el mundo recibió su esencia. Esta vida es autentica, es decir, es luz que deja clara la realidad del hombre, del mundo y de Dios. Se puede decir que Juan interpreta la simbología de la luz según lo que podemos encontrar en el Antiguo Testamento y le adjudica un centro nuevo en el hombre histórico Jesús. En este sentido, resulta clarificador el versículo donde Jesucristo se proclama luz del mundo (Jn 8,12); metáfora que da el tono a todo el capítulo ocho y también al nueve, donde se produce la curación y juicio del ciego de nacimiento. Sabemos que estos capítulos[2] están contextualizados en la fiesta de las tiendas que comprendía el rito vespertino de la luz, con una procesión de antorchas que expresaban la esperanza de contemplar la luz plena prometida a Israel con la venida del Mesías[3]. Al proclamarse luz del mundo y hacerlo en el templo de Jerusalén, Jesús revela lo que estaba oculto a los hombres en Dios: la salvación ha llegado en su persona y la larga espera de Israel ha terminado.

Al llevar la luz de Cristo por la calle iluminando nuestro camino de la fe señalamos el proceso que se ha de seguir para llegar hasta el Padre. Las luces en la calle son algo más que para poder ver el camino. Recuerdan aquella fiesta en que los judíos proclamaban su esperanza en la salvación definitiva y evidencian que los cristianos creemos en que esas aspiraciones humanas se cumplieron en Jesucristo. Pero la lectura de Jn 8,12 da un paso más: el reconocimiento de Jesús como luz del mundo exige un compromiso existencial: «el que me siga no caminará a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida». La metáfora «seguir a Jesús» aparece en los sinópticos para decir que hay que ir con Jesús hasta la cruz para alcanzar la resurrección; aquí tiene el mismo significado. Nada hacemos con iluminar nuestro camino y el de los que nos contemplan en la calle si nuestro compromiso cristiano se queda en banalidad.


[1] J. RATZINGER, Luz. En H. FRIES, Conceptos Fundamentales de la Teología, Ed. Cristiandad, Madrid, 1979, Vol. I, p. 950s.

[2] Los capítulos 7-10,21 se desarrollan durante la fiesta de Sukkot y en el entorno del Templo (9,7). Es el final del año judío y se celebra al final del verano, es el tiempo de la cosecha y de guardar el grano. Durante los días de la fiesta se leía Zac 14, un texto que habla del futuro escatológico de todas las naciones; se menciona la victoria de la luz sobre la noche (Zac 14,7) y el agua viva que fluye desde Jerusalén hasta los confines del mundo (Zac 14,8).

[3] X. LÉON-DUFOUR, Lectura del Evangelio de Juan, Ed. Sígueme, Salamanca, 1995, Vol. II, p. 206.