EL SILENCIO: NOSTALGIA, PÁNICO Y REVELACIÓN

Al acercarnos a la experiencia silente, pronto nos damos cuenta de una cierta actitud paradójica. Por un lado, echamos de menos el silencio, pero por otro, nos cuesta soportarlo. Por un lado lo anhelamos y por otro lo tememos. El silencio es tan difícil como necesario. Difícil porque tenemos miedo a nuestro propio mundo interior, necesario porque es nuestra realidad, es anhelo de esa identidad que somos. En esta línea, Pablo D’ors define el silencio con tres palabras que son iluminadoras: «Por una parte, el silencio es una nostalgia. En segundo lugar, el silencio es un pánico. En tercer lugar, el silencio es una revelación»[1].

El silencio es una nostalgia, un anhelo. Estamos de acuerdo con D’ors cuando afirma que si tuviese que resumir en una única palabra toda la vida espiritual del ser humano, esa palabra sería anhelo. La vida espiritual, la vida interior, la práctica del silencio, no es otra cosa que mirar el anhelo que tenemos cada uno de nosotros. Ese anhelo lo podremos llamar búsqueda de la felicidad, de plenitud, de realización. Es un anhelo que conviene que lo contemplemos, porque en la medida que lo miremos, ese anhelo comienza a tener una forma más definida y empieza a ser más concreto y, cuanto más concreto es, más nos libera. Si ese anhelo es concreto, porque lo hemos observado mucho, podremos alcanzarlo, o podremos vivirlo mejor que si permanece difuso o en la nebulosa. En definitiva, de lo que se trata es no solo mirar ese anhelo, sino habitar en él, vivir ese anhelo, esa sed. Todos tenemos nostalgia de dar cuerpo, dar forma, dar vigor, dar expresividad a ese anhelo, a esa sed de felicidad. Cuando nos acercamos al fenómeno religioso vamos descubriendo que todas las expresiones religiosas de la humanidad no son sino formas, maneras de trabajar en ese anhelo básico que nos define a todos.

El silencio es un pánico. Cuando hacemos silencio lo primero que tenemos que afrontar son una serie de obstáculos. Son trampas que provienen del cuerpo (empieza a picarnos la nariz, la pierna…) o de la mente (se nos ocurre que tenemos que ir al banco, hacer la cena…); nos asaltan ideas que nos descentran y nos despistan. En definitiva, son trampas para alejarnos de nosotros mismos, del encuentro con nosotros. En la medida que aceptamos que tenemos distracciones, estas dejan de preocuparnos. El ideal no es tener la mente vacía, no es tener un control absoluto de la mente, sino la absoluta aceptación de lo que la mente es. Superadas esas trampas nos encontramos con las necesidades y los miedos pendientes; nos encontramos con nuestras sombras, y eso es lo que nos produce pánico. Este pánico nos hace huir, estamos permanentemente escapando de nosotros mismos, buscando estímulos para divertirnos, para entretenernos, para «desconectar» en definitiva de lo que somos. Tenemos necesidad de entretenernos con otras cosas porque no somos capaces de «intratenernos», de tenernos a nosotros mismos.

«El principal problema del hombre contemporáneo es la dispersión, hasta el punto que parece que existiera una conjura en la sociedad para que el ser humano no entre en sí mismo y no haga la experiencia de su identidad de su profundidad. Parece que todo está para sacarnos fuera, nada para invitarnos a entrar dentro. Por qué, porque cuando el hombre entra dentro, si hace la experiencia de verdad, es libre y cuando es libre entonces somos peligrosos. Porque no tienes miedo y porque dices lo que piensas, lo que crees».[2]

El silencio es revelación: Lo que encontramos cuando hacemos silencio, no son solo sombras, encontramos que dentro de nosotros también hay luces, fortalezas personales. Ellas nos aportan el ánimo, la fuerza y la disposición para entrar en el corazón de nuestras tinieblas y hacer esa aventura interior que es la más necesaria para poder ser personas. Vamos penetrando en un territorio interior, en ese «sagrario del hombre», al que solo podemos nombrar con un lenguaje alegórico, porque se escapa de cualquier concepto. Jesús dice: «El reino de Dios ya está entre vosotros» (Lc 1, 21), no solo a nivel colectivo y social, sino a nivel íntimo y personal. Cuando nos acercamos a ese núcleo profundo, a esa lucidez que nos habita, experimentamos algunos efectos. Por una parte, la sorpresa y alegría de descubrir nuestra propia identidad, de descubrir quiénes somos. Por otra, la paz y el descanso de sentirnos reconciliados con nosotros mismos, con los demás, con el mundo y con Dios. La palabra que podría sintetizar esta experiencia es la palabra unidad. Esta unidad se vive, se experimenta en un doble y simultáneo movimiento:

  1. Movimiento centrípeto de introspección, en el que vas descubriendo que eres una unidad multidimensional, con diversidad de capacidades y multiplicidad de fortalezas.
  2. Movimiento centrífugo de exploración, en el que surge una experiencia radical que consiste en que tú no puedes entenderte sin el universo y sin los demás. Nos sentimos parte de un cuerpo social, parte de un Todo orgánico. De esta experiencia radical brota un renovado compromiso social y medioambiental enraizado en lo más profundo de nuestro ser. En definitiva, es la experiencia de vivir en comunión.

Isabel Gómez Villalba
Docente e investigadora en la Universidad San Jorge. Centrada en la innovación educativa, investigo y diseño experiencias pedagógicas tanto para la integración y desarrollo de habilidades espirituales en el proceso de enseñanza-aprendizaje, como en el estudio y la implementación de proyectos de aprendizaje–servicio.


[1] D’ORS, P.: “Heliomaquía: El combate por la luz”. En: III Foro de Espiritualidad (Zaragoza, 8, 9, 10 de noviembre de 2013): El Silencio, Fuente y Origen de la Vida. Asociación Aletheia Zaragoza.

[2] D’ORS, P.: Biografía del silencio: Breve ensayo sobre meditación. Siruela. Madrid, 2017.