El relato bíblico de la Creación afirma, una y otra vez, que todo lo que Dios hace es bueno, es tôb. Tôb puede traducirse no solo por «bueno», sino también por «bello», en el sentido de «agradable a la vista». En este mismo relato, Dios va bendiciendo y poniendo nombre a las cosas que va creando, lo que, en sentido bíblico, significa que las posee, que se identifica con ellas y con lo que ellas son, es decir, con su bondad y con su belleza. Además, Dios separa unas cosas de otras: las aguas de lo seco y el día de las tinieblas, porque pone orden en el caos, elimina la anarquía y crea belleza
Jesús se identifica con la belleza realizada por el hombre al contemplar, desde el Monte de los Olivos, el orden arquitectónico del Templo ampliado por Herodes (Lc 19,41-42). Se deja ungir con aceite de nardo por María (Jn 12,7); se trata de un gesto de indudable sentido estético, pero también simbólico, en una anticipación de su propia muerte. Por eso, podemos decir que la belleza tiende un puente entre la realidad y lo simbólico, que nos lleva hasta la forma más grande de belleza que podemos encontrar, que es la revelación del contenido central de nuestra fe, es decir, la Encarnación de Dios en el hombre Jesús y el amor que Dios dispensa a la Humanidad.
Podemos afirmar la evidencia de que la belleza hace presente a Dios en el mundo; por eso, la Iglesia necesita del arte que, en expresión de Juan Pablo II es «un puente tendido hacia la experiencia religiosa»[1]. La belleza se deja contemplar y, por eso, remite a la gloria de Dios. El objetivo de este trabajo es doble: por un lado, revisar lo que se ha dicho sobre la belleza en el campo de la filosofía y el de la teología, con algunos autores seleccionados, para descubrir el camino que el hombre tiene para encontrarse con Dios a través de la belleza; por otro lado, analizar la experiencia religiosa que el artista transmite a través de su obra artística y que provoca tal admiración en el espectador, que le permite aproximarse a Dios. Por lo tanto, queremos revisar la relación dialéctica entre Creación de Dios, asombro del hombre e inspiración del artista, en la convicción de la que «la belleza salvará al mundo»[2].
[1] JUAN PABLO II, Carta a los artistas, Ciudad del Vaticano, 4 de abril de 1999, nº. 10.
[2] F. DOSTOIEVSKI, El idiota, Vol. III, cap. 5.