Una vez configurada, la obra de arte adquiere una finalidad; a veces, es creada con esa finalidad, pero solo en apariencia, porque para el artista tiene sentido en sí misma, sin incluir la finalidad para la que se ha hecho. Un edificio tiene la finalidad de albergar a personas, pero para el arquitecto que lo realiza, tiene un sentido que va más allá: con su construcción el artista realiza aquello que es.

Por lo tanto, además de la utilidad práctica que la obra de arte puede tener, tenemos un sentido teórico que el artista coloca en su trabajo, para que revele una realidad que quiere transmitir, más allá del objetivo con el que se le ha encargado. Podríamos decir que la obra de arte que vemos no encierra solo el «primer mundo» de la forma que asépticamente se encuentra en el origen de la misma, ni tampoco el «segundo mundo» del encuentro interno y de la realidad del artista, sino que también nos lleva hasta el «tercer mundo» de los contenidos de sentido que, más allá de la propia finalidad práctica para la que se ha realizado, conlleva una apertura que se dirige directamente al espectador, para que este transforme su realidad en vivencia y deje de ser el mismo que antes de contemplar la obra.

El espectador que llega a la Piazza del Duomo de Florencia contempla tres edificios armónicos y bellos. El catecúmeno que entra en el baptisterio para recibir el bautismo lo hace por la puerta que está enfrente de la puerta de la catedral, observando lo que le espera; sabe que, tras unos meses, podrá entrar a contemplar lo que contiene aquello que presenta semejante belleza; y cuando sale de ser bautizado, anhela la llegada del momento en que complete su catequesis, para poder entrar en la celebración eucarística. Pero su sorpresa es que, cuando ya puede entrar a la catedral, la belleza exterior es muy superior a la interior, porque en lo que realmente se tiene que fijar es en la liturgia, y no en la belleza de la cúpula o de las paredes. El Duomo de Florencia está hecho para desear entrar y, luego, para contemplar la liturgia sin entretenimientos pasajeros. La obra de arte está hecha también para motivar la contemplación del espectador en un arranque de autenticidad y verdad, de pureza y plenitud. De alguna manera, esa contemplación del espectador se configura como catarsis.