El hecho definitorio y definitivo del cristianismo es la Encarnación del Verbo. Se trata del acontecimiento determinante para la historia de la humanidad, porque Dios se hace hombre, y da un giro a todo lo que se había dicho hasta ese momento sobre Dios. Este evento es clave para entender la transmisión de la fe, como misión esencial de los cristianos, que pretenden mejorar el mundo que se han encontrado y también para el concepto que ellos tienen sobre Dios. La mejor perícopa donde se explicita es el prólogo del evangelio de Juan; en él, se habla de la identidad del Logos como identidad de Jesús: se trata de la clave hermenéutica del evangelio que proclama cómo el Padre se da a conocer a través del Hijo para la salvación de la humanidad, que cree en él; aquí la simbiosis se realiza entre la revelación palpable y la divinidad invisible.

Desde la Encarnación de Dios todo ha cambiado en la Historia y también la transmisión de la fe, que ya no puede hacerse como antes. Si un hecho existencial cambió todo, nuestra evangelización debe partir también de un hecho existencial individual: la experiencia de Jesús cambia mi vida, le da sentido y plenitud, y yo quiero compartir esa felicidad con aquellas personas que me importan: de vida existencial a actuación existencial.

Pero esta forma de evangelizar no puede partir únicamente de la pericia de unos profesionales, sino que debe asentarse en la experiencia religioso-existencial, porque transmitir al arte cristiano no es solo transmitir la belleza de unos colores, la armonía de unas notas musicales o la perfección de las formas arquitectónicas, sino transmitir la vida que encierran, la capacidad de provocar una experiencia que transforma la vida.

Por lo tanto, queda mucho por hacer: ¿Hacemos de nuestro patrimonio un modelo de evangelización o solo lo presentamos de forma aséptica? ¿Formamos a nuestros guías en una sabia profesionalidad exenta de toda experiencia religiosa? ¿Qué hacemos para explicar nuestra fe a los artistas contemporáneos, para que puedan entendernos? ¿Buscamos que nuestro patrimonio sea rentable o sea evangelizador? Si no transmitimos la fe con que fue concebido y ejecutado el arte sacro, ¿no estamos escamoteando a nuestros contemporáneos la verdadera realidad de lo que transmitimos? ¿Observamos el arte de nuestros templos como decoración superflua o lo utilizamos en la predicación y en el culto? En definitiva, ¿sabemos explicar la verdadera dimensión del arte sacro?