Los católicos sentimos una especial predilección por las imágenes sagradas; lo cual, a veces, es criticado por otras confesiones cristianas. Puede que la raíz de esas críticas esté fundamentada y tengamos que aceptar algún error en nuestra manera de buscar las imágenes como un «enganche» hacia la interioridad personal y hacia lo trascendente. Es cierto que algunos católicos aceptan la imaginería como algo cercano a la magia o la superstición, pero esto no insulta a la imagen en sí misma, sino que es síntoma de una mala formación recibida por esos cristianos.

Cuando miramos una imagen debemos mirar en ella lo que representa y no la materialidad de la misma, de la madera, del mármol o del lienzo que la sustenta. Debemos recordar a todos aquellos que la han mirado antes de nosotros, que han rezado ante ella, porque en ellos, en esos antepasados nuestros, nos conectamos con una realidad metafísica que nos engloba y nos impacta de tal manera que cambia nuestra existencia. La imagen es intemporal y conecta con lo intemporal; y eso lo saben muchos de nuestros católicos. De ahí proviene el éxito de la religiosidad popular que nos engancha directamente con los siglos precedentes.

Son muchos los que en contacto con la imagen se sienten vinculados a todos los que antes que ellos han tocado o mirado la escena. Y esos a los que se sienten vinculados son sus abuelos, sus padres o perfectos desconocidos que también han vivido lo mismo que viven ellos en ese momento. Al contemplar la imagen devocional de una ciudad recordamos la multitud de peticiones que se le han hecho a lo largo de los siglos, las vivencias que ha provocado, los sentimientos que ha generado; ante ella han rezado reyes y campesinos, constructores y sirvientes, clérigos y seglares. Y, ante ella, han sentido nuevas realidades que sabemos que vamos a sentir. Por eso, nuestras imágenes están rodeadas de aquellos que ponen en funcionamiento nuestros sentidos; es la explosión de los sentidos. Es la belleza de la escultura que perciben nuestros ojos, es el incienso que la coloca en penumbra y que huele nuestra nariz, es el tacto suave o áspero de la madera que nuestras manos captan.

Por eso, podemos decir que las imágenes son «vehículo» de la interioridad. Son vehículo como lo es un coche que es material por fuera, pero alberga dentro a personas que viven y piensan; como lo es el excipiente de un medicamento que permite que podemos meter en nuestra boca esos pocos miligramos, que de otra forma ni siquiera veríamos. Las imágenes y la religiosidad popular están íntimamente unidas porque el pueblo fiel comprende, sabe y percibe lo que la vista no puede comprender, saber y percibir.

El primero en comprender el valor inmaterial de ese tipo de vivencia religiosa fue Pablo VI en la Evangelii nuntiandi, pero el papa Francisco ha retomado con vigor y energía el mismo tema en la Evangelii gaudium. Con ellos y desde ellos hemos de afirmar que no solo las imágenes sino todo lo que les rodea engloba un universo ignoto para muchos cristianos. Será bueno reflexionar poco a poco sobre estas cosas de las que estamos hablando porque nos pueden servir como punto de partida y de apoyo para la nueva evangelización que necesita nuestro continente.