Es urgente tomar conciencia de lo que significa nuestra condición humana y tratarla en términos educativos. Hablar del ser humano significaba, hasta hace poco, encerrarlo en un concepto estático y esencialista, al margen de su devenir cotidiano, histórico y concreto. También hemos venido hablando durante mucho tiempo de la persona en su doble dimensión individual y social. Y la pandemia nos avisó que vivimos en una casa de siete mil millones de habitantes, de modo que reconocernos significa nombrarnos especie humana. La globalización de comienzos de siglo nos dio una perspectiva económica planetaria, pero ha sido un microscópico virus el que nos ha situado en nuestra condición de especie humana conectada a todo lo vivo.

Por eso, igualmente podemos hablar de un cuidado en situación. Y este nos señala que nos encontramos ante el ser humano que habita, en efecto, en una triple dimensión: individual, social y como especie. Más que rey del universo, el ser humano forma parte de un todo que le sostiene y sobrepasa. Es importante desplegar el cuidado como la toma de conciencia de nuestro papel en el universo. Como especie biológica, como forma de vida concreta e inteligente, apenas somos un parpadeo del universo en el tiempo. El planeta Tierra ocupa un lugar pequeño en el cosmos y formamos parte de una de las galaxias más diminutas en medio de un océano de galaxias en permanente movimiento.

El formar parte dota al ser humano un estatus de aprendiz permanente cuyo secreto es abrirse a los vínculos que le constituyen y con los que construye su vida. Una vida entretejida será más rica que una vida monocorde. La educación ha de velar por desarrollar el cuidado como humanidad en armonía con los vínculos de los que formamos parte, desde lo pequeño hasta lo sobrecogedor por inimaginable.  El cuidado, núcleo y generador de vínculos, nos avisa que la condición humana conlleva el desarrollo conjunto de la autonomía individual, de la participación comunitaria y social y del sentido de pertenencia a la especie humana en la Casa común que habitamos.

En entonces cuando aparece la palabra cruce. El cuidado que se atiene a los vínculos en su diversidad, se sitúa en el cruce de disciplinas, de culturas, de religiones, de sexos, para no absolutizar ni condenar, para no explicar desde la hiperespecialización que olvida contextos y descuida los matices. La cultura del cruce abre fronteras mentales y físicas y asume la complejidad como reconocimiento de nuestra incapacidad para definir de manera simple, para clasificar y ordenar la realidad en cajones diferenciados o para poner en orden nuestras ideas sin temor a la confusión. Reconocernos habitantes del cruce es ir más allá de un simple cambio de programación.

Al situarnos en el cruce reconocemos el carácter multidimensional de toda realidad. La cultura del cruce permite no rechazar la incertidumbre, sino dialogar con ella y, por tanto, la verdad no es un objeto de apropiación particular sino una búsqueda compartida de verdades que construyen cada uno de los cruces que habitamos. Habitar el cruce significa renunciar a dominar todos los extremos del mismo, porque todo cruce deja cabos sueltos e inacabados. Por eso mismo el cruce siempre será un lugar de investigación fontanal, un espacio de convivencia mestiza inigualable, un ámbito de aprendizaje sumamente enriquecedor.

En este contexto donde la diversidad a todos los niveles se ha manifestado como un dato esencial de nuestra realidad, el cruce es el lugar donde se habita esa realidad desde el cuidado. Así las cosas, el cuidado se desmarca de la esfera de los principios a partir de los cuales se derivan actitudes y comportamientos deseables. No nos encontramos ante una nueva teoría ética. El cuidado forma parte de la entraña de lo humano, es un elemento constitutivo de lo vivo y abunda en la conservación de la vida que desarrollamos y con la que nos relacionamos. Por eso entendemos el cuidado en clave relacional y en esa medida la educación es un ámbito de cuidado fundamental. Toda relación es un cruce de caminos.

La educación es un modo de acción que ayuda a que el otro sea alguien y no algo cargado de títulos. El acontecimiento de la educación hace posible que quepa esperar del otro lo inesperado, lo imprevisible. Y será el cruce uno de los lugares más especiales donde surja lo nuevo y emergente que ya está viniendo.